El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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domingo, 7 de enero de 2018

Criterios de madurez

¿Hay algo más saludable que sonreírse a tiempo y con cariño de los aspavientos del prójimo? ¿No es refrescante y oxigenador sorprenderse a sí mismo y en plan humorístico, poniendo el índice sobre la boca a los impulsos interiores que exigen más consideraciones y más honores de quienes nos rodean? A estas metas tiene acceso la madurez. 
Pero exactamente... ¿en qué consiste? Porque los grandes conceptos con frecuencia evocan sin definir. Y, de tanto usarlos, la gente no se molesta en escudriñar lo que trajinan sobre el lomo. ¿Hay criterios más o menos precisos que permitan hablar de la madurez?
Equilibrar la autoestima, la razón y la afectividad
Ante todo, urge combinar con exactitud el valor de uno mismo, su autoestima, con sus deficiencias y limitaciones inevitables. Sin un mínimo de confianza básica en la vida, se hace difícil afrontar las dificultades y contratiempos cotidianos. Pero una cosa es el yo real y otra el yo ideal. Sólo los narcisistas o los adolescentes fantasean acerca de la imagen de su propio yo y luego la confunden con su real ser y quehacer. Cuando la megalomanía se impone, el individuo se muestra incapaz de gozar con las pequeñas cosas de la vida. Es víctima de un desasosiego que le conduce al desánimo y a la queja pertinaz. 
A medida que la persona crece tiene que aprender a tomar posturas ante la vida. No es suficiente con vivir de modelos abstractos: causas cautivadoras, valores puros, ideales trascendentes... No. Es preciso saber qué es lo mejor en un momento dado. Arriesgarse y escogerlo. Aunque la decisión, mirada desde el otro costado, siempre supone una mutilación... 
Una personalidad madura logra balancear el corazón y el cerebro, la afectividad y la razón. La razón busca la luz y muchas veces la consigue. Entonces accede a la objetividad, a la visión de conjunto, a los términos del problema. Ahora bien, la razón tiene su rol, pero el verdadero motor de la vida es el corazón. Y desde Pascal queda dicho que el corazón tiene razones que la razón desconoce.
El hombre maduro sabe que algunas de sus acciones no se sostienen desde la pura lógica, pero que es preciso seguir haciéndolas. A veces cierra un ojo y mira a otro lado porque es consciente de que la intransigencia abre heridas y envenena la convivencia. Pero también sabe que hay una línea crítica que no puede traspasar, a no ser que renuncie a todo lo que es y ha construido.  
Vivir sin caretas
No ha llegado a un mínimo aceptable de madurez el que tiene que estar ocultando permanentemente cuanto siente o piensa, sus proyectos o sus miserias. Porque, en tal caso, demuestra no andar en orden consigo mismo. Se halla embrollado, desdoblado. Sin embargo, no se piense que es fácil alcanzar esta meta. Los golpes recibidos y las frustraciones experimentadas enseñan a calcular los riesgos. Advierten de que no hay que exponerse demasiado. Uno guarda en la punta de los labios aquello de que más vale prevenir que curar y que en boca cerrada no entran moscas.

No obstante, quien se repliega, se amarga y desconfía, no irá muy lejos. Y habrá renunciado a su libertad interior. Será esclavo de lo que otros dicen o piensan. Vivirá espiando futuros golpes que, en realidad, quizás nunca lleguen. La persona inmadura da la sensación de que está desquiciada: lo que muestra hacia fuera no se corresponde con lo que realmente vive por dentro. Será el miedo la causa, o tal vez una imagen distorsionada de sí mismo o, quien sabe, una actitud que ha cristalizado en la mentira existencial.
La sexualidad en su lugar
¿Y qué sucede a la persona madura en cuanto a su autoafirmación y sexualidad? No se culpabiliza de sus sentimientos de orgullo ni de sus apetencias sexuales. Los siente él, pero es la naturaleza a la que pertenece quien le transmite tales impulsos.  Sabe, además que la persona y la relación interpersonal, al final, valen mucho más que la satisfacción de sus necesidades. Y que el mero roce de la piel acaba produciendo una gran dosis de aburrimiento. Otorga a la amistad y la ternura mayor valor que a la relación genital, aunque no huye de ésta ni la minusvalora. La coloca en su justo lugar.

Al varón y a la mujer llegados a un cierto grado de madurez les encanta seguir en la lucha, disfrutar de lo que han ido creando y ganando con su esfuerzo. Pero sin avidez, sin que el éxito ajeno coloque sombra alguna en sus vidas. Si llega el caso, hasta están decididos a dar una mano a la competencia. Sobre todo, para empujar causas hermosas.
El ser humano maduro sabe responder acerca de las grandes constantes de su vida. Explica, sin mayores dificultades, cómo el pasado ha influido en su presente y la eventual dirección que tomará el mañana. Muy al contrario de quienes no saben sino describir anécdotas y sucesos deslabazados al contar su propio vivir, la persona madura ha percibido la unidad de su existencia, le ha tomado el pulso a las diversas dimensiones del tiempo: pasado, presente y futuro. Aprecia incluso las experiencias negativas porque en algún momento ha podido sacar lecciones positivas de ellas.
La madurez es un itinerario en el que se hace camino al andar. Sirve, entre otras cosas, para ahuyentar dosis excesivas de bilis y úlceras de estómago innecesarias.  

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