El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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lunes, 10 de julio de 2017

Publicar con buena intención

Desde antes de los 25 años, he colaborado escribiendo artículos en revistas y periódicos. Donde quiera que he residido —España, República Dominicana y Puerto Rico— no he tenido dificultad para que se aceptaran mis colaboraciones. En los países citados he encontrado páginas acogedoras en diversos periódicos y revistas. 

Estoy por cumplir 71 años y pienso que una mirada hacia atrás sobre el particular no está fuera de lugar. Tras guardar en 11 gruesos volúmenes los recortes de lo que he ido publicando (sin contar los libros y folletos) pienso que procede una breve reflexión más allá del terreno personal. También he ido escribiendo este blog desde el año 2009. Su destino es el ciberespacio, pero, impresos en papel, los artículos ocupan más de 400 páginas.  

Los escritos publicados en la prensa son mensajes que no esperan respuesta. A menos que a uno no se le mencione con nombre y apellido, se suele hacer el despistado. Siempre mira —miramos— alrededor pensando en lo bien que le caería la exhortación al vecino de enfrente. De todos modos, todo párrafo lleva ya en su vientre diminutas semillas de respuesta. Así que no hay que preocuparse. Aunque las palabras caminen siempre en una sola dirección, cumplen su labor.

El riesgo de la indiscreción

Los escritos a que me refiero quizás tengan algo de indiscretos. Puede que carezcan de tacto y diplomacia. Pero es que los filtros y la diplomacia suelen difuminar el núcleo de la cuestión y, al final, no se logra identificarlo ni con lupa. Ciertas misivas de ciertos diplomáticos no hay quien las descifre. Un párrafo parece decir que sí, mientras el otro se diría que dice que no. Los términos resultan genéricos y vaporosos. Las adversativas abundan, las condicionales se repiten, los tiempos potenciales se prodigan. Al final, uno no sabe con qué carta quedarse.

¿Qué puedo añadir yo a todo lo que han dicho sesudos y afamados oradores en los diversos medios de comunicación? Reconozcamos que casi todo está dicho. Aunque no está de más recordar que, en ocasiones, las publicaciones parecen sepultarse en las bibliotecas. Al menos, por unos días, bien está que asomen breves escritos en el foro por donde circula la gente y dejen percibir la brisa de la actualidad. Por otra parte, los medios de comunicación suelen colocar en segundo término la orientación cristiana que modestamente pretenden llevar entre sus pliegues los escritos de quien estas líneas firma. 

El interés o el bostezo

Cuando uno escribe puede provocar el interés o el bostezo. Aparte estas dos posibilidades, sus palabras pueden hacer bien o mal. El autor escribe en cuanto cristiano, si bien no hay por qué declararlo explícitamente a cada paso. Tampoco es necesario colgarle etiquetas a cuanto se dice. En consecuencia, desea con todo el corazón hacer más bien que mal. Para ello requiere de una notable dosis de reflexión y fortaleza. Tendrá que asimilar reacciones menos benévolas. Echar ideas al aire constituye un riesgo. Algunas levantan ronchas. Existen palabras que tienen la función de un bisturí. También son necesarias, de acuerdo al estado del paciente.

Por lo demás, no es infrecuente que el escritor quiera decir una cosa, las palabras le sean infieles y diga otra, para finalmente el lector entender una tercera. También en tales casos hay que saber digerir las críticas, el comentario mordaz o despectivo.

Es lógico que quien se expresa en público afronte las consecuencias. Y todo hay que decirlo: en ocasiones llegan las felicitaciones. Bienvenidas. No hay que escribir de cara a la galería ni a los aplausos porque sería un modo de corromper las palabras. Pero tampoco hay porqué ruborizarse cuando alguien sintoniza con el mensaje y la forma del autor.

Hay que aspirar a ser libres en el actuar, el hablar, el escribir y el vivir. Nada más descorazonador que hablar con la oreja tiesa, atenta a los cuchicheos del personal, a fin de frenar o impulsar la arenga sobre la marcha. Escribir es un servicio, una diaconía. Como predicar, dar clases, despachar en una tienda, cocinar para la familia, limpiar el piso. Que cada uno trate de realizar su servicio con dignidad, sin trampas, pensando en el bien común más que en el propio. Si no es mi realidad, querido lector, al menos es mi deseo.

Escritos con amor y humor

Confío que en las palabras arrojadas al viento se perciba una pequeña dosis de humor para sazonar los conceptos demasiado insípidos. Un humor que invite más a la sonrisa que a la risa estentórea. Cada uno tiene sus cánones de estética. Espero igualmente que al lector no le pase desapercibida una buena ración de aquellas virtudes que se conocen como solidaridad, afecto, ternura… 

Respecto del humor quiero decir que resulta del todo imprescindible para que no nos tomemos demasiado en serio. La seriedad del propio prestigio y la propia persona constituyen un caldo de cultivo donde se incuban toda clase de gérmenes nocivos. Cuando hay que defender el prestigio con mucho celo el organismo empieza a segregar bilis en exceso y se desarrollan en los tobillos algo así como unas espuelas. 

Hay que tomar en serio, eso sí, la tarea a realizar. Pero, luego, surte un efecto muy refrescante reírse de uno mismo y de sus meteduras de pata. Hasta del vecino puede uno reírse —con la venia de los moralistas— mientras se haga con la justa dosis de cariño. 
Viejos colegas visitando "Catalunya en miniatura".
La Sagrada Familia en segundo plano.
Pedro Santos, Gaspar Alemany y Manuel Soler
He tenido mis conflictos con el modo de entender el amor a la Iglesia. En mi opinión, largamente reflexionada, no equivale a echar un tupido velo sobre sus deficiencias (que son las nuestras). Más bien a eso habría que llamarlo pecado de complicidad. La historia nos ofrece una larga lista de hombres y mujeres que amaban apasionadamente a la Iglesia y, justamente por ello, adoptaron posturas críticas frente a ella. 

Cincuenta años de emborronar cuartillas bien merece la reflexión desgranada en estos párrafos. Salud al amigo lector.

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