El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

viernes, 30 de junio de 2017

El Santuario en el ámbito cultural y ecológico

                                                                                         El ámbito cultural


De alguna manera el propio santuario puede ser considerado un bien cultural. Es el núcleo donde se hacen presentes numerosas manifestaciones de la cultura. Por ejemplo, la arquitectura del mismo edificio, junto con las esculturas y pinturas que contiene, el paisaje que lo rodea, las leyendas originadas en su entorno, los himnos y oraciones escritas, las expresiones literarias y musicales de diferentes categorías. A veces se encuentra un archivo o una pequeña biblioteca en su interior.

Partiendo de esta realidad el santuario ofrece numerosos datos para definir e interpretar la identidad cultural de un pueblo o una comarca. Se erige como un punto de referencia. Por otro lado, a menudo proporciona una síntesis armoniosa entre naturaleza y gracia, piedad y arte, hasta el punto de sugerir pistas hacia el encuentro con Dios. Nos referimos a la vía pulcritudinis que se propone contemplar la belleza de las criaturas a fin de experimentar a Dios, fuente última de toda hermosura.

Por otra parte, no raramente existe la voluntad de hacer del santuario, de manera explícita, un centro de cultura. Al menos en cuanto a los más representativos. Así se organizan cursos y conferencias, quizá se despliegan iniciativas editoriales, se convocan conciertos y exposiciones, mientras se favorecen determinadas expresiones pictóricas y literarias. De hecho, no está fuera de lugar que el santuario disponga de un museo, más o menos relevante.

En consecuencia, el santuario tiene la función primordial de ser punto de destino de las peregrinaciones, de desempeñarse como lugar de culto y de evangelización, pero también de ofrecer un espacio para la cultura en sus diferentes vertientes.

No quedaría completa la visión del santuario si no lo relacionáramos con la piedad popular y el sentido de pueblo. Por ahí andan las raíces. La piedad popular se construye paulatinamente y está vinculada a los elementos fundantes de un pueblo. El sentimiento popular otorga un fuerte relieve al lugar y las circunstancias. Recoge las experiencias surgidas a lo largo de los años y mantiene presentes los hechos significativos que han ido construyendo la identidad del pueblo. No tan sólo almacena experiencias y recuerdos, sino que las actualiza talmente se tratara de un memorial bíblico.

Las experiencias que despierta el santuario —y que a la vez motivaron su levantamiento— oscilan entre la historia y el mito. Brotan, como queda dicho, de lo más íntimo de la persona. El lugar originario y las circunstancias fundantes del pueblo abundan en simbolismos. Los anhelos más íntimos —religiosos, emocionales y populares— manan de la misma fuente que es el corazón.

La identidad religiosa ha vivido profundamente vinculada a la experiencia de la historia del pueblo, de las circunstancias políticas y sociales. La piedad popular ha contribuido en gran medida a la construcción del pueblo. Ha marcado los momentos cruciales de la historia: triunfos y derrotas, alegrías y penas, tensiones y tragedias. El santuario guarda la memoria de un pueblo que se reconoce en su expresión de fe y le facilita conectar con los antepasados. Así deviene icono de la fe y de los sentimientos más profundos.

El santuario y el paisaje que lo rodea

Se han hecho encuestas en las que más de la mitad de los peregrinos destacan ante todo el paisaje, la belleza del lugar, así como el atractivo del ambiente exterior. Hay que tenerlo muy en cuenta. Lo agradecerán sobre todo los que vayan al lugar en busca de un ambiente de paz y de silencio, para reflexionar o rezar. La consideración ecológica ha pasado a ser una preocupación universal y transversal, al menos para la gente más concienciada.

La naturaleza es un primer paso en el diálogo que la persona establece con el misterio. Después quizás seguirán otros. El paisaje, con todo lo que lo configura —las rocas, los árboles, el cielo azul, el mar, las cordilleras— son vestigios, huellas del Absoluto. Ante la naturaleza la persona se siente empequeñecer y se extasía ante la belleza. Se trata de la experiencia religiosa típica de la dependencia y de la epifanía. Recuerda el bien conocido tremendum et fascinans, sobre el que no podemos detenernos.

Muy a menudo los santuarios se instalan en la cima de una montaña. Hay un porqué bien arraigado en el alma de los habitantes del lugar. Conviene tenerlo presente en la pastoral. Peregrinación, santuario y ecología deben ir juntos en el camino de la salvación que recorre el hombre de hoy.

Un aspecto esencial del santuario no urbano consiste en desvelar y estimular la emoción de la persona (cristiana) ante la creación. Aunque el cristianismo sea una religión más bien histórica que no natural, hay ciertamente lugar para la admiración ante la naturaleza. El paisaje, que en último término nos remite al Creador, deviene una ventana que nos permite avizorarlo. En efecto, el bosque, las piedras, los torrentes, el cielo azul, bien pueden considerarse como un pre-catecumenado, un vínculo que acerca a Dios ya los hermanos.

En un paso posterior aparecerá la liturgia, que también tiene mucho que ver con la acción de gracias, la eucaristía, la gratuidad, la admiración. Todo ello libera del urbanismo asfixiante, del sedentarismo empedernido y permite saborear la belleza del paisaje, junto con el gozo de la fraternidad, tal vez de la mesa común, de la oración.

El santuario normalmente comulga profundamente con el paisaje que lo rodea. Y lo mismo se puede decir de muchos monasterios. El entorno se escogió cuidadosamente. En cierto modo culminan y consagran el entorno donde se han construido. Miradas las cosas en perspectiva, se puede afirmar que los paisajes de Europa se han humanizado y cristificado gracias a los santuarios, ermitas y oratorios dispersos por los cuatro puntos cardinales a lo largo de siglos. Espacios inhóspitos y alejados han ido adoptando un rostro humano que, poco a poco, también ha adquirido la fisonomía del rostro cristiano.

La cultura impulsada por la sed de tener sin límite, causa la expoliación y destrucción de la naturaleza, mientras que la cultura contemplativa y genuinamente cristiana la hace transparente hasta vislumbrar a su través el misterio de la creación. Una de las pruebas es precisamente la construcción de ermitas, iglesias, monasterios, santuarios ... El santuario es el resultado final de un paisaje y un edificio. La naturaleza y la técnica se dan la mano de manera fecunda y amistosa.

martes, 20 de junio de 2017

Dimensión religiosa del santuario



El hecho de recibir a las peregrinaciones que tienen como meta el santuario de Lluc (Mallorca) y de tratar con peregrinos con sus distintas inquietudes le lleva a uno a reflexionar sobre el papel del santuario, sobre las relaciones que el visitante establece con la imagen de la Virgen y cómo se las arregla en el terreno de la fe. Con frecuencia se trata de una fe alternativa, muy subjetiva, al margen de las celebraciones oficiales de la Iglesia.
 Al santuario no sólo llegan peregrinos con su fe a cuestas, sino que también suben turistas, escépticos, no practicantes, admiradores del paisaje o del arte… La reflexión sobre el santuario desborda el ámbito religioso, pero hoy nos centramos en éste. Tiempo habrá para reflexionar sobre otros aspectos.  

Los santuarios a menudo remiten a un evento original / fundacional, quizás extraordinario, o incluso considerado milagroso, lo cual determina manifestaciones de devoción a lo largo del tiempo. Genera también sentimientos de acción de gracias por los beneficios recibidos. Se trata de lugares privilegiados para los fieles, dónde la Virgen María o los santos asisten los peregrinos.

Es frecuente que los santuarios estén localizados en un lugar elevado y aislado, rodeados de austera o exuberante belleza. Tal situación remite a la armonía del cosmos, a un reflejo de la misma belleza divina. La pretensión de los santuarios cristianos siempre ha sido la de ser signos de la irrupción de Dios en la historia. Por este motivo se les considera lugares sagrados, meta de peregrinaciones, un espacio que facilita la experiencia religiosa, un lugar de culto y de evangelización.

Un lugar privilegiado

El origen y la memoria del santuario desbordan de simbolismo y hasta puede que alimenten un cierto halo milagroso. Tanto más si añadimos que se trata de un lugar de culto y se alza en un ámbito geográfico privilegiado en muchos casos. Por todo ello el espacio del edificio y su entorno remite a otro orden. A un nuevo ámbito de la realidad, una aproximación a lo sagrado, a una esfera trascendente.


La experiencia religiosa facilita la búsqueda de sentido en el interior de una sociedad secularizada. Cuando las estructuras de la sociedad no ayudan a vivir la fe y las autoridades eclesiales han perdido buena parte de su tradicional autoridad, pasa a un primer plano la experiencia religiosa subjetiva.

La aproximación al sagrado que facilita el santuario contiene un aspecto dinámico de conversión y compromiso que también implica sentimientos y emociones. No es disparatado afirmar que tiene que ver con la experiencia mística. En alguna medida la persona se siente habitada por otro que considera superior y presente en su intimidad. Esta experiencia mística no deja el intelecto al margen ni prescinde de la vertiente colectiva, dado que la persona es un ser inteligente y social por naturaleza.

¿Un lugar sagrado?

En el Antiguo Testamento los santuarios tenían un fuerte relieve. Eran lugares privilegiados para el encuentro con Dios. Sin embargo, la revelación bíblica evoluciona y las relaciones entre Dios y el pueblo se espiritualizan e interiorizan. Progresivamente el acento se pone en el encuentro personal con Dios más que en el lugar donde acontece. Si en un primer momento se hablaba a menudo del templo, del santuario y de Jerusalén, desde que Cristo ha resucitado estos sitios tienen un rol meramente funcional. Cristo presente en la comunidad se convierte en el único y definitivo santuario.

Jesús declara superado el culto local y pide una adoración en el espíritu. No hay lugares sagrados que garanticen la presencia de Dios y menos que permitan manipular esta presencia. ¿Significa ello que el santuario deja de tener sentido? Conviene hacer algunas precisiones al respecto, pues en el cristianismo se habla del santuario como lugar sagrado y no por ello se da marcha atrás a una válida teología bíblica.


En la peregrinación el objetivo no es tanto el lugar geográfico cuanto el evento histórico y salvífico. El espacio en cierto modo aprisiona al hombre, mientras que la historia le ensancha los horizontes, la libera y lo humaniza. El santuario se sirve de una forma de religiosidad popular que quizás tiene alguna similitud con el memorial bíblico: actualiza, más que repite, las experiencias y hechos que sucedieron en un tiempo inicial / fundante.

Por otra parte, la historia se relaciona necesariamente con el espacio. De hecho, la Iglesia es el Pueblo de Dios en camino, que se mueve en el espacio y el tiempo. El espacio y la geografía remiten a los hechos que han repercutido en el santuario. Remiten en consecuencia a una lengua, unas costumbres, unas vivencias religiosas.

La peregrinación —tan vinculada al santuario— implica una experiencia religiosa universal, no exclusiva del cristianismo. Está vinculada a la piedad popular y exige una meta, un santuario en nuestro caso. La Iglesia la ha favorecido siempre. No sólo vehicula una experiencia religiosa, sino que la peregrinación ha unido a gente de diferentes pueblos intercambiando valores culturales, sobre todo en tiempos de la Edad Media.

Nuestros días han sufrido un cambio cultural que viene de lejos: la ilustración, el protestantismo, la secularización... La peregrinación ha devenido menos frecuente y ha adquirido un peso más simbólico. Sin embargo, ha habido una recuperación de las peregrinaciones desde la segunda mitad del siglo XIX. Pero se han dirigido no tanto a los lugares tradicionales (el Vaticano, Jerusalén y el camino de Santiago, por citar tres) cuanto a los santuarios locales que matizan la identidad de la fe y la cultura del lugar.

El santuario y la secularización

En nuestro mundo crece el grado de autonomía y de secularización. El sujeto se somete a otras personas o instituciones a regañadientes. Quiere hacer libremente sus decisiones. La religión se desplaza hacia la esfera privada para emanciparse del ámbito político y civil. La fe se privatiza y, por tanto, cada uno interpreta el sentido de la religión y de la vida como mejor le parece. El ámbito sagrado deviene terreno personal. La religiosidad institucionalizada pierde relieve e importancia. Dios acaba siendo asunto personal e íntimo.

Estos planteamientos tienen, sin embargo, un aspecto positivo. Si Dios ya no impone dogmas ni normas morales, entonces queda vía libre para que conecte con el talante más personal del individuo. Ahora bien, el fondo último (que también podemos llamar "corazón") de donde brotan los sentimientos más personales y profundos —como el de la experiencia religiosa— es el mismo que alimenta el amor a la tierra, a las tradiciones, a la lengua, a los ancestros.


El santuario es una oferta atrayente en la actual sociedad. Sobre todo, para aquellos que no consiguen otra forma de inserción eclesial, así como para los participantes ocasionales. Cabría comparar a los santuarios con los brazos misericordiosos de la Iglesia madre que se extienden hacia los desorientados. También acogen a los pecadores, a los marginados, a los analfabetos, a los inconstantes, a los enfermos y a los agobiados.

En el santuario el anuncio de la fe resuena de modo diverso a los oídos del visitante. Se hace más íntimo, más personal e interpelante que el de la parroquia. Se sale de los esquemas fijos y tradicionales. Todo el mundo es bienvenido, aunque no sea del todo ortodoxo en sus expresiones. El anonimato juega su papel y nadie se siente vigilado y menos juzgado.

Para un determinado número de gente el santuario constituye su único vínculo con la Iglesia, el cual alimenta un tipo de espiritualidad alternativa, de contornos indefinidos. Cada peregrino busca según su talante. Cada uno es católico a su manera, no tiene otros compromisos que los que él mismo se impone. Algunos han privatizado la fe, viven una búsqueda muy personal, sin vínculos, sin comunidad o parroquia alguna. La dimensión subjetiva adquiere gran importancia. Así sintoniza con la cultura de la postmodernidad, la que nos rodea, que se desentiende morales convencionales y dogmas establecidos.
Pueblo y santuario

La vertiente religiosa del santuario sobrepasa con creces todo lo que dicho, pero quedaría del todo incompleta si no hiciéramos una alusión a la relación entre la piedad popular y el sentido de pueblo.

La piedad popular se construye poco a poco en el tiempo y está vinculada a los elementos fundantes de un pueblo. La experiencia de Dios —en el grado que sea— se colorea de emociones y afectos. El sentimiento popular otorga un fuerte relieve al lugar y a las circunstancias. El conjunto queda grabado en la conciencia personal, familiar y popular. La piedad de la gente recoge estas experiencias acumuladas a lo largo del tiempo y hace memoria de los hechos significativos que han ido construyendo la identidad del pueblo. No sólo almacena experiencias y recuerdos, sino que las actualiza a semejanza del memorial bíblico.


Las experiencias se mueven entre la historia y el mito. Brotan de lo íntimo de la persona, de la fuente de donde también brotan elementos tan íntimos como la lengua, la vinculación con los antepasados, las aspiraciones de libertad y fraternidad. El lugar originario y las circunstancias fundantes del pueblo abundan en simbolismos. Los anhelos más íntimos —religiosos, emocionales y populares— brotan de la misma fuente que es el corazón. No podemos argumentar esta afirmación, pero son relevantes los filósofos o psicólogos que así razonan.

La identidad religiosa se vive profundamente vinculada a la historia del pueblo, de las circunstancias políticas y sociales que la han acompañado. La piedad popular ha contribuido en gran medida a la construcción del pueblo. Ha marcado los momentos cruciales de la historia: triunfos y derrotas, alegrías y penas, tensiones y tragedias.

Pues bien, el santuario juega un papel importante en este contexto porque es el espacio sagrado donde el peregrino hace la experiencia del encuentro con Dios que lo acoge y escucha. El santuario guarda la memoria de un pueblo que se reconoce en su expresión de fe y favorece el vínculo con los antepasados. Así se convierte en icono de la fe y de los sentimientos más profundos.

domingo, 11 de junio de 2017

Consideraciones variadas en torno a una hospitalización


He estado diez días ingresado en una clínica. Triplemente atado a una cama. Atado porque no podía ejecutar mi voluntad de escaparme. Los médicos mandan en estas circunstancias Atado a una cama porque unos largos cordones plásticos —como extensos gusanos transparentes— me nutrían de sueros y antibióticos. Y bien que me lo recuerdan los moratones de mis brazos. Una enfermera poco experta, y con una dosis de desenfado, me interrogaba acerca de la entidad de mis venas. Le aseguraba que por allá andaban y que tal vez con un poquito más de tino hasta daría con ellas. 

Finalmente, atado a una cama porque me encontraba impedido de llevar a cabo mis tareas, mis planes y mis hobbies. Tenía que contentarme con girar páginas de la novela els hereus de la terra o con pasar revista a algunas webs favoritas que me brindaba mi diminuto ordenador. Aproveché la ocasión para escuchar a fondo los impromputs de Schubert, tan delicados y evanescentes.

Cuando me cansaba de transitar de la cama al sillón y de éste al sofá, regresaba a la cama y, para que las horas fueran más risueñas, ponía en funcionamiento una pequeña radio con sus respectivos auriculares. Por supuesto que había tiempo para rezar las horas litúrgicas. También para echar el pensamiento a volar, no sé si cabe las nubes de la oración, el mar de la filosofía o el reino de los recuerdos. 

La enfermedad, compañera de viaje

La enfermedad se presenta cuando menos la esperas. Siempre coge desprevenidos, por mucho que en teoría hablemos de su presencia ineludible y universal. En cierto sentido acontece como con la muerte: siempre son los demás los que mueren, si bien la teoría —más cicatera— sea otra y bien que lo sabemos. Es cierto, cualquier virus, cualquier trombo, la más inesperada disfunción se entromete en la vida de uno y lo cambia todo de golpe. 


No contamos con ella en principio. Pero en cuanto se instala en el organismo nos roba las vacaciones, nos arruina los planes, obliga a postergar encuentros y trabajos comprometidos de antemano. En particular suceden estos imprevistos si la enfermedad requiere hospitalización. Entonces la autonomía se va al garete. Las consultas, las cirugías, las analíticas toman el timón de nuestras vidas. Otros deciden los horarios.

No soy partidario de hablar de la enfermedad como una enemiga que quiere derrotarnos hasta la aniquilación. En consecuencia, tampoco recurro al lenguaje guerrero, militante. Al fin y al cabo, el trastorno biológico brota de nuestras células, de nuestros tejidos. Mejor considerarla una compañera de viaje que —sin ser invitada— se ha entrometido en nuestra diaria rutina. Nada de lenguajes bélicos o épicos. 

Tampoco recomiendo martillear las preguntas clásicas: ¿Por qué precisamente a mí? Tienen tanto sentido este tipo de preguntas como sus contrarias: ¿Por qué no me ha tocado a mí hasta ahora? Para familiarizarnos con tales interrogantes debiéramos pedir prestados algunos conceptos a la metafísica, a la fe. No es el momento. Probablemente tiene más enjundia preguntarse qué puede uno aprender de la nueva situación. Cómo puede resultar menos dañina. 

Ciertamente la enfermedad marca la hora de apoyarse en las personas más cercanas, de mirar al prójimo con ojos más benignos, de sacarle el polvo a los fundamentos más ocultos de la fe. No es Dios, ciertamente, quien nos manda los virus o quien nos reduce las plaquetas de la médula espinal. Somos organismos expuestos a mil peligros ambientales y pagamos el tributo a esta situación. Conviene distinguir entre causas primeras y causas segundas, como bien aconsejaban los escolásticos.

Valorar debidamente la salud

Lo escuchamos frecuentemente: no valoramos la salud cuando la tenemos. Escuché en una ocasión decir que empleamos los primeros cuarenta años para estropearla con toda clase de excesos. Los cuarenta restantes los dedicamos a repararla en lo posible. Suelen decir los mayores que lo que importa es la salud. No es una frase hecha ni una muletilla, sino una gran verdad.

A veces las enfermedades son realmente graves y a uno no le queda más remedio que vivir con y para su enfermedad. Todo lo demás parece desvanecerse y perder su silueta original. Otros sufren dolores muy agudos, pero no caen en la tentación de tomar una postura de rebeldía, no recurren al registro del rencor, no lo hacen pagar a quienes se mueven a su alrededor. 


Estoy con los que, no obstante permanecer tumbados en la cama, no hacen de su situación un imán para atraer la atención, los cuidados, la compasión de quienes les rodean. Mi ideal de enfermo lo fijo en quien padece la enfermedad con entereza, sin necesidad de comentar cada uno de los síntomas, sin pretender ser el que más aguanta, sin actitud de rebelión, ni de envidia rencorosa al observar sanos, ágiles y sonrosados a quienes rodean su cama. 

Acabo con un pensamiento políticamente poco correcto. La enfermedad nos oscurece el horizonte, nos roba energías, nos impide realizar nuestros sueños o simplemente nuestras rutinas. Pienso que ello tiene una utilidad. La de despegarle a uno de sus comodidades y la excesiva confianza en sí mismo. Así, poco a poco, se hará a la idea de que no somos eternos. La fecha de caducidad, cosida en algún fleco invisible de la vida, quizás esté muy cerca.