El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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sábado, 30 de julio de 2016

¿Como enfrentar a los terroristas islamitas?

El Papa no se cansa de decir que el mundo está en guerra, pero no se trata de una guerra de religiones, sino de intereses. Tiene toda la razón. En el Corán hay frases ambiguas respecto de la guerra, pero la mayoría de los musulmanes han sabido convivir con otras religiones a lo largo de cientos de años. Y quiero creer que la mayor parte de ellos rechaza de plano el vocabulario belicoso y más todavía hechos tan repugnantes como quemar y degollar a un ser humano.  

Una historia de resentimientos y violencias
Dicho esto, no se puede olvidar la loca violencia con que una minoría islamita trata de sembrar el terror. Ahora, por vez primera, también en un templo católico del norte de Francia. Pero antes han llevado a cabo cientos de actos terroristas en las comunidades cristianas de Oriente Medio y algunos países de África. Más aún, la barbarie alcanza también a quienes pertenecen a otros grupos en el interior del islam. Y a quienes tienen otra interpretación de la sharia (la ley) coránica.

Por su parte los cristianos también tenemos que recitar el mea culpa por haber declarado y ejercido, en más de una ocasión, la guerra declarada al islam. Basta con pensar en el tópico de las cruzadas. En otras guerras la motivación religiosa era quizás mera excusa que velaba razones de carácter político, territorial o económico. La guerra de Irak no estuvo motivada por causas religiosas ni tampoco la actual ofensiva contra el Estado islámico. En estos conflictos ―por ambas partes― hay mucho de odio al que es diferente. Se acumulan grandes dosis de resentimiento y se pretende vengar humillaciones anteriores.

En efecto, los musulmanes se sienten humillados por la guerra de Irak, por el modo de proceder en Guantánamo, por sólo enumerar dos motivos más actuales. Se sienten ofendidos por lo que consideran un comportamiento impúdico en occidente. Consideran que se les arrincona injustamente cuando grandes empresas les impide seguir trabajando como pescadores o agricultores en tierras africanas. En cada caso habría que matizar ulteriormente, pero sin duda se trata de heridas no restañadas.  

Algunas minorías islamitas están por la guerra, el asesinato y el terror. La última noticia sobre el particular es la de un joven exaltado que degolló a un sacerdote en el interior del templo, mientras oficiaba una misa. Un acto religioso, por cierto, en el que se hace memoria de la paz y la reconciliación obrada por Cristo. Los creyentes en Jesús de Nazaret no debieran apoyar guerra alguna.  

Los terroristas del Estado Islámico quieren unir a todos los musulmanes sunitas en torno a su causa. Con tal fin proclaman la guerra santa y declaran la hostilidad a la civilización occidental. Es así, aunque no debemos pasar por alto que la mayoría de las víctimas del terrorismo fundamentalista islámico pertenece a la fe musulmana no sunita.

Las armas de la paz y el diálogo
Se lee en ocasiones en la prensa occidental que o ellos o nosotros. No es el dilema que necesitamos afrontar. La fe cristiana no es ideología ni está necesariamente vinculada con la política o las razones de Estado. De ahí que el discurso deba ser bien distinto. Es en estos momentos tensos y dramáticos en los que urge redescubrir el meollo del mensaje de Jesús. A saber, propuesta de fraternidad, de no violencia y de diálogo. Pensar así no es de tontos, sino de cristianos. Es la debilidad del evangelio de la que hablaba Pablo, en todo caso. Es la contracultura de los creyentes.  

El martirio es un hecho que la Iglesia asumió desde los inicios. Encontramos ya su profecía en labios de Jesús: Si me han perseguido a mí, os perseguirán también a vosotros. El tenaz Tertuliano afirmaba, con razón, que los mártires son semilla de nuevos cristianos. La lógica cristiana, difícil de asimilar, afirma que la sangre derramada cosecha  frutos de reconciliación y de perdón.

Es una estampa de gran calidad dramática y cristiana la de un sacerdote de 86 años ― dedicado a repartir paz y fraternidad a lo largo de su vida― arrodillado y degollado cabe el altar. La Iglesia no dispone de otras armas que no sean las del perdón y el diálogo.

Los radicales islamitas se declaran en guerra contra todo y contra todos. Quizás en algunos puntos tengan algo de razón, pero en muchos otros recurren a falacias políticas y a falsos argumentos religiosos. ¿Cómo responder a tanta violencia? ¿Con más violencia? Nos instalaremos entonces en una loca espiral que no sabemos a dónde puede conducirnos.

Nada fácil resulta dar una opinión acerca de cómo comportarnos ante tanta barbarie. No parece que la mejor solución consista en hacer una exhibición de fuerza por parte de las naciones occidentales. Les seguiríamos el juego a los terroristas y se apoderaría de todos el temor y la sospecha.

Se ha publicado que el sacerdote degollado, P. Hamel, donó una parcela del templo para que los fieles musulmanes pudieran construir una mezquita. Todo un signo, todo un paradigma de la paradójica respuesta que debe dar la Iglesia. Un tal comportamiento indica el camino acerca de cómo plantar cara al fanatismo.

¿Este modo de afrontar la realidad es un suicidio, es una estupidez? Más de uno concluirá que sí. Pero el Evangelio habla de la fuerza de la debilidad, de devolver la otra mejilla. Creamos en la fuerza regeneradora del Evangelio. 

miércoles, 20 de julio de 2016

Partidos rumbo a la indecencia

Han pasado ya unas semanas tras las elecciones. El inesperado aumento de votos para el PP me ha sorprendido altamente. Más allá de las opciones y matices políticos llama la atención el hecho de que salga elegido por amplia mayoría un partido que más bien parece una maquinaria de individuos moralmente corruptos e infectos.

Los medios de comunicación han hecho hincapié en la mancha de aceite provocada por toda clase de latrocinios, corruptelas y delitos. Una y otra vez han señalado con el dedo a los más desvergonzados e impúdicos protagonistas. Los jueces han corroborado que se trata de comportamientos siniestros, que van más allá de la culpa individual. Incluso han imputado al colectivo de algunas zonas.

Se trata de tramas y complots que se confunden con el tejido del partido. El presidente del país, por si fuera poco, se apresura a solidarizarse con los nuevos investigados que sucesivamente aparecen en el horizonte.

No hay excusa posible para el ciudadano, ni le es dado recurrir a la ignorancia. Pues bien, los votantes han elegido una vez más, de modo mayoritario, a quienes han protagonizado toda clase de escándalos y excesos punibles.   

Sacar conclusiones
Le he dado vueltas al asunto y me resistía a sacar la conclusión. Pero hay que tomar aliento y admitir que el país de los votantes del PP es una tierra en la que la impunidad tiene salvoconducto. Cuando la más voluminosa masa de votantes elige a un partido con tantísimas corrupciones en su mochila se hace preciso concluir que la honradez y la ética preocupan muy poco a la mayoría de los ciudadanos.

Se diría que una gran parte de la gente prefiere la corrupción conocida a los programas regeneradores prometidos. Prefiere las injusticias contantes y sonantes al vago temor que produce el cambio. Y cuando digo injusticias pienso en los desahucios, los fraudes a Hacienda que implican recortes en la educación y la sanidad, las comisiones ilegales que multiplican el precio de las viviendas y los servicios públicos…

Da igual. Por pura inercia, por temor, porque a mí ya me va bien, porque me caen antipáticos quienes ostentan modos menos refinados…sigo votando a los corruptos. Y a otra cosa.

Les importa la seguridad a los votantes mayoritarios de la corrupción. Al menos eso es lo que se percibe. No están orientados hacia la honradez, la solidaridad con el prójimo desfavorecido o hacia unos mínimos éticos. En consecuencia nos hallamos frente a un grave dilema. Se levanta ante nosotros un conflicto ético, político y también religioso.

Dicho en palabras corrientes ello significa que a una gran mayoría le preocupa su propio bienestar, y su seguridad mucho más que el dolor de los pobres. Y cree que el fin ―la esperanza de que no ocurran sobresaltos― justifica los medios, sin importar su calificación ética.

Entonces no queda sino reconocer que el Evangelio anda muy lejos de estas opciones. Y no se diga que es inconveniente mezclar la política con evangelio. Cuando la política incide en la moralidad, cuando a unos empobrece de modo vergonzoso y a otros enriquece ilícitamente, la obligación es clara: hay que lidiar con tales comportamientos. Sostener lo contrario equivale a ponerse una venda ante los ojos y, acto seguido, tomar partido por los propios intereses.

Siempre he pensado que no es correcto destacar un partido sobre los demás alegando su mayor moralidad o compromiso. A la larga ello conlleva saborear la decepción. Los partidos bailan al ritmo que impone el poder y éste favorece situaciones turbias, maquinaciones indecentes y puñaladas traperas.

Cierto que no todos los políticos son iguales y que los hay honrados. Sin embargo, el humus de la política es el que es y cada día se nos sirve una generosa ración del mismo en los medios de comunicación.

En nombre del evangelio no creo que hay que privilegiar a ningún partido, si bien cada persona tiene sus preferencias legítimas. Pero cuando las corruptelas se acumulan, cuando las prevaricaciones y latrocinios se hacen evidentes, cuando los menos favorecidos sufren toda clase de injusticias, a uno le asiste el derecho de condenar, por fidelidad al evangelio, a quienes ejercen la dirección de un colectivo que como tal se ha corrompido.    

La funesta manía de pensar
Es conocida la frase de aquel Rector servil que, en presencia de Fernando VII, se declaraba contrario a la funesta manía de pensar. Personalmente trato de pensar y sacar las conclusiones pertinentes. Como creyente en Jesús de Nazaret, que estaba al lado de los más humildes y perjudicados, creo que también la política debe ser objeto de reflexión y luego hay que extraer claras obligaciones morales.

A propósito del llamado Rey Felón, de infausta memoria, se cuenta también que, con gran entusiasmo, algunos proclamaban ¡vivan las caenas! con motivo de su vuelta a España. Les diría a los votantes del PP que reflexionen y no se adhieran a ninguna de las dos frases. Pensar no es una manía y adherirse a las cadenas sólo tiene un nombre: masoquismo.  


domingo, 10 de julio de 2016

La parábola de los erizos

Erase un día de invierno muy crudo, en un país donde la nieve abundaba y cubría los montes, tejados y carreteras. Unos erizos que sufrían el rigor de frío empezaron a tiritar. No sabían cómo resguardarse de tan bajas temperaturas hasta que fortuitamente descubrieron la solución. Era fácil, bastaba con acercarse uno al otro y apretujarse bien. Enseguida empezaban a entrar en calor. 

Claro que esta actuación acarreaba inconvenientes. Cuanto más apretaban sus cuerpos, uno contra el otro, tanto más se herían por causa de los pinchazos que se propinaban con sus púas. Entonces decidían separarse, mientras lamentaban el percance. Pero arreciaba la nieve y el frio y los animalitos volvían a arracimarse. Así una y otra vez. Se acercaban y se distanciaban como si trataran de dibujar con sus cuerpos un lento y estudiado ballet geométrico.

La parábola, aunque con otras palabras, y con puercoespines en lugar de erizos, creo que la inventó Schopenhauer. Luego la comentó el descubridor del subconsciente, Siegmund Freud. La toma para ilustrar su propia tesis, a saber, que casi todas las relaciones afectivas íntimas de una cierta duración (matrimonio, amistad, amor paterno o filial), dejan un poso de sentimientos hostiles que se disimulan gracias al mecanismo de la represión. 

Tendrá razón o no el llamado maestro de la sospecha. Lo cierto es que con frecuencia en las relaciones afectuosas, sobre todo en la pareja, se da el fenómeno de la ambivalencia. Alternan las muestras de amor con las de la crítica y la rivalidad. En ocasiones llegan al resentimiento e incluso al odio. Particularmente proceden así, en zig―zag, cuando las relaciones están inflamadas por la pasión. 

No es tan raro que una pareja se bese, se acaricie, se haga promesas de amor eterno, en un primer momento. Y luego que discuta, se tire los trastos a la cabeza, se mantenga una temporada sin dirigirse la palabra y, en los casos más extremos, llegue incluso a tratar de eliminar físicamente uno al otro. Una conducta patética que tiene su toque de poesía.

Me interesa a mí la parábola para hacer caer en la cuenta de que las personas necesitan acercarse y, cuando están cerca, se ofenden y hieren como si se clavaran púas. Con lo cual se distancian despechados y rabiosos. Hasta que el frío de la soledad les lleva de nuevo a desandar el camino de la huida.  

En efecto, el solitario no quiere compañía, no está por humillarse hasta el punto de mendigar el amor del prójimo. Pero, de vez en cuando, siente la pobreza de la soledad, le atormenta la aridez del corazón, necesita acariciar y ser acariciado. Entonces reduce las distancias e intenta tímidamente el contacto. Actúa como si encontrara al otro por puro azar, de otro modo tendría que reconocer su altivez malparada.

Pienso que la relación de afecto con el otro tiene mucho que ver con el ir y venir de los erizos. Nos acercamos en busca de calor y compañía. Nos herimos con las púas de la desconsideración, el egoísmo, la arrogancia. Nos separamos para vivir nuestra propia vida, para sacarnos la púa del corazón, a buen recaudo de miradas ajenas.  

Entonces pueden pasar dos cosas. Primera que, como vaticinaba el poeta, junto con la espina nos arranquemos el corazón. Que nos endurezcamos irremediablemente, sin posibilidad de regresar al mundo del sentimiento. Segunda, que no logremos sacarnos la espina y volvamos a la manada para llenar este hueco de amor que inquieta y desasosiega.

Creo que esta parábola tan repleta de sentido puede enseñarnos la danza del ir y venir, del acercarse y distanciarse. Se trata de una danza que requiere de un gran sentido de la oportunidad, de mucha delicadeza y de una enorme capacidad de leer en el rostro del prójimo. Hay que avanzar y retroceder cuando es el momento. El humor es variable, las circunstancias cambian. La distancia afectiva entre dos individuos nunca es la misma.

Hay un momento para acercarse y otro para distanciarse. La caricia a destiempo puede ser tan poco grata como el pinchazo. Algunos momentos son para callar, respetar y mirar a otra parte. En cambio, la ausencia puede equivaler a una bofetada si las circunstancias demandan la mano amiga y el latido cercano del corazón. 

Lo escuché casualmente de boca de un conocido: hay que estar lo suficientemente lejos para poder quererse. Quizás podría decirse con mayor finura: es preciso tener la delicadeza requerida para sintonizar con el ritmo del amigo. No abrumarle cuando necesita soledad, no defraudarle cuando necesita compañía. 

Creo que la idea vale tanto para los amigos como para las parejas. El varón y la mujer experimentan una última soledad o identidad que el otro no tiene derecho a traspasar. El ser humano colinda con el misterio. El misterio se revela sólo amorosamente y por propia voluntad. La pretensión de desvelarlo a la fuerza equivale a una violación. Hay que ahorrarle al prójimo la sensación de que se le quiere violar con el mismo empeño con que se le alivia su soledad gracias a la mano tendida.