El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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jueves, 30 de junio de 2016

La libido del poder

¿Qué celestiales atractivos esconde el poder? ¿Qué diabólicos placeres produce la sensación de decidir sobre la vida de otros? Divino o diabólico, no cabe duda de que la tecla del poder pone en acción formidables apetencias psicológicas.

Apetencias de mando

Existen personas a las que no les falta nada en el plano económico, que tienen sus necesidades afectivas resueltas. Personas que viven felices en el círculo de sus amistades y profesionalmente se han realizado. Pues bien, de pronto surge en ellas un insaciable prurito de mandar, de que se hable de ellos.

Aun cuando saben de los afanes, presiones e ingratitudes que envuelven al poder, nada consigue frenarlos. Se tiran de cabeza a este mar inclemente en busca del prestigio y de experimentar la libido del mando. Aun cuando se haga mofa del individuo, se le ridiculice, se le amontonen burlas y escarnios, caricaturas y parodias. Da igual. El poder ante todo y sobre todo.

Cualquier puesto a la cabeza de una asociación, un grupo, un club deportivo es bueno para saciar sus inclinaciones. Aunque el terreno privilegiado hacia el cual corren desbocados es el del humus político. Ahí es donde la libido del mando se despacha a su gusto.

No es por azar que la Biblia mantiene muchas interrogantes acerca del poder. El libro del Apocalipsis lo presenta bajo la metáfora de un animal monstruoso que recibe sus recursos del dragón, el diablo. Se trata de un monstruo tan asombroso que logra impactar a toda la tierra. La gente sigue a la bestia y exclama: ¿Quién como la fiera? ¿Quién puede combatir con ella? 

El lenguaje y el pensamiento popular también apuntan al poder como realidad perversa, diabólica. El poder tiende a engrosar sin mesura ni discreción. Por lo cual, no raramente, acaba en despotismo, tiranía y dictadura. Basta con echar una ojeada a la historia para convencerse.

Una nefasta espiral

Escribió Hobbes: indico, en primer lugar, como tendencia general de todos los hombres, un perpetuo e inquieto deseo de poder y más poder, que cesa sólo con la muerte. Y la causa de esto no siempre es que se espere un placer más intenso… sino el hecho de no poder mantener el poder sino adquiriendo más poder.

Ahí radica la clave de muchos autoritarismos: primero hay que asegurar el mando, echar sólidos cimientos. Luego hay que marginar a los que compiten por mi mismo poder. Más tarde, silenciar a los que protestan, pues pueden aglutinar un movimiento contrario a mi situación. Y así se va construyendo una nefasta espiral dispuesta a engullir cuanto obstáculo se le ponga enfrente.

Tampoco fue fruto de la casualidad que los antiguos emperadores romanos, en la cúspide de su soberanía, se les ocurriera hacerse llamar dioses y señores. Forma parte de la lógica del poder que embriaga, endiosa y crea dependencia.

Evidentemente, con ello no pretendo decir que el poder sea objetivamente malo. No lo es. Más aún, resulta del todo necesario, a menos que regresemos a la jungla donde, por otra parte, los poderes no se eliminan, sino que se obtienen por medios todavía más primitivos y bestiales.

De todos modos, el poder es tremendamente peligroso. Goza de tal viscosidad que no hay modo de desengancharse del mismo. Primero se lo desea íntimamente, luego no consigue uno deshacerse de él. El afectado dice que quisiera huir, en potencial, pero que el destino le ha puesto ahí, o que le necesitan y que es insustituible. La pura realidad es que no tiene voluntad eficaz de apartarse de su compañía.

Una tentación, un abismo

En tiempos de campaña política me parecen del todo saludables tales reflexiones. Que los ciudadanos no crean ingenuamente cuanto se les susurra al oído o se les transmite desde la pequeña pantalla. Se dice, por ejemplo, que se pretende el poder para servir al pueblo y solucionarle sus carencias…

¿Corresponde una tal afirmación a la realidad? Si se hacen proclamas de trabajar a favor del pueblo y de la causa común, ¿cómo se entiende que se busque el poder con malas artes y amenazas? ¿Cómo es posible que para alcanzar la cima del poder se recurra al fraude? ¿A esto se le llama servir? Mal se puede decir de ciertos gobernantes que entregan la vida por el pueblo cuando requieren de la silla presidencial como del aire que respiran. Tanto afán por servir al prójimo huele a chamusquina.

S. Gregorio Magno llamó al poder “un abismo, una tempestad”. Ambicionarlo equivale a exponerse sin causa a la tentación. Es muestra de que se ignoran sus tremendos dinamismos y, por ende, no se está preparado para ejercerlo. Sentenció el santo: “usa sabiamente el poder aquél que sabe al mismo tiempo administrarlo y resistirle”.


lunes, 20 de junio de 2016

Elogio del rubor en tiempos de campaña

Desde hace unos veinte años se descubrió el formidable influjo de la pantalla televisiva en el pensamiento y las decisiones del público. Seguramente es la televisión, bien manejada, la que aporta un mayor tanto por ciento a la hora e convertir una candidatura a gobierno en gobierno efectivo.

Desde entonces ningún político desdeña cortejar la pequeña pantalla. Tenga o no carisma, sea o no fotogénico, luchará con denuedo para conseguir su ración ante las cámaras. Y no desestimará maquillarse con profusión, ni desoirá las sugerencias de sus asesores de imagen acerca del perfil más favorable. Ensayará la sonrisa más atractiva y blanqueará sus sienes, si hace el caso, para indicar que su juventud no está exenta de experiencia.

El precio a pagar

Nadie le hace ascos a los recursos que puedan empujar hacia la victoria. Comprensible. Pero, ¿ha pensado el lector el precio que pagan los candidatos, y la sociedad toda, por esta obsesión de la pequeña pantalla, por el prurito de la publicidad en general?

El precio a pagar es la banalización de la campaña electoral. Es la frivolidad, la insustancialidad del mensaje. Eso en el mejor de los casos que, en el peor de ellos, el costo implica la mentira, la desfachatez, la promesa sin soporte. Por no hablar de las zancadillas, ironías y hasta insultos de que dan fe los medios de comunicación en plena campaña.

En efecto, toda campaña arrastra consigo una contracampaña. Es decir, estimula el arte de destacar los defectos del contrario. Si los otros son tan malos, el ciudadano me elegirá a mí, que lo soy menos. Ésta es la clave y el objeto de la contracampaña. Vencer, pero no por mis méritos, sino por los deméritos del contrario.

Cuando se proclama que la nueva política regenerará la vida social entiéndase que los políticos del presente son unos saqueadores. Cuando un candidato presume de juventud dice veladamente que el contrario está acabado. Si mi candidato tiene sensibilidad social está claro que el adversario no tiene entrañas: desahucia y recorta a mansalva.

Una tal propaganda subliminal ―aunque detectable― sería de recibo por cuanto no ataca directamente ni calumnia al contrario: deja que cada uno interprete, aunque da por supuesto que… Más turbio se pone el asunto si, por defender mi candidatura, echo lodo sobre la del vecino.

¿Qué gana el votante con todo ello? Ni se le proponen programas ni se le anuncian soluciones técnicas. La campaña se reduce a un pugilato en el que los contendientes buscan dejar K.O. al adversario para hacerse con el botín. Los respectivos hinchas corean y se desgañitan pidiendo golpes más contundentes, en el entretanto.

Todo lo cual crea un clima irrespirable, en nada propicio a la serenidad de la campaña, a la reflexión consciente. Al contrario, encona las posturas tomadas, fortalece los bandos y se concluye que todo es válido mientras sirva para asestar un golpe certero al adversario.

¿Dónde están los argumentos, los debates políticos, las soluciones de carácter técnico para discernir al mejor? Eso se desecha puesto que aburre al espectador. Las apariciones televisivas toman el cariz de demostraciones de fuerza, de espectáculo, de profesiones de fe en el líder. El cual, por su parte, se acicala cuanto sabe para arrastrar los votos que se le pongan al alcance. Quizás presuma de corredor mañanero, de ecologista, de forofo de “la roja”…

La falta de rubor

Las cuñas o anuncios breves a favor del candidato apuntan a identificarse con el gusto musical, el lenguaje y hasta los jugos gástricos del oyente. Buscan la seducción del momento como el alumno que memoriza con pinzas los cuatro puntos principales que le serán de utilidad a la hora del examen. Lo que suceda después, no le interesa. Al político le interesa vencer, que no convencer. Y a este fin orienta todos sus esfuerzos.

Cuando se llega al capítulo de las promesas, colindantes con la mentira y la hipocresía, el asunto resulta todavía más penoso. ¿Cómo se puede decir hoy que la economía se arregla con un par de decretos leyes? ¿Cómo puede uno presumir de moderación cuando ha desahuciado sin piedad y ha impedido a miles de seres humanos que recurrieran al médico al enfermar? ¿Cómo presumir de buen gestor en la economía cuando el país adeuda toda su producción bruta y los capitostes de la Unión Europea le reprenden una y otra vez por excederse en el gasto?

Hay quien dice éstas y otras muchas cosas sin ruborizarse. Promete a boca llena sin que le tiemble la voz. Ya no se trata de recursos estratégicos que uno perdona por aquello del fragor de la batalla. La cosa tiene que ver con la más absoluta falta de ética, con la hipocresía y el cinismo.

Éste es el precio que estamos pagando en el altar de la publicidad y de la televisión muy especialmente. Los más sensatos ciudadanos empiezan a desconfiar de las palabras de los líderes políticos. El sistema plebiscitario va erosionándose y, en todo caso, se acepta como mal menor. El hecho es que los coqueteos populistas, el deseo de agradar a la masa y atrapar el voto de la mayoría son pésimos consejeros a la hora de proyectar una campaña política seria.

¿Alguna conclusión? Sí, la de no ceder al escepticismo, pero sí la urgencia de abrir los ojos. Y a colaborar, en la medida en que a uno le sea dado, a una campaña más digna. Los problemas de la ciudad interesan al cristiano que desea una convivencia más fraternal para todos. La política puede ser el gran instrumento. Pero, desafortunadamente, suele utilizarse con muy poca responsabilidad ética.

viernes, 10 de junio de 2016

Carta a Nicodemo

Hoy comienza la campaña para unas nuevas elecciones. El personal anda fatigado por causa de las noticias, los mítines, carteles y pancartas que debe sufrir. Repeticiones sin cuento, mentiras sin rubor... En un próximo artículo reflexionaré sobre el tema. Hoy dedico el espacio a rescatar a un personaje del evangelio. Sí, muy intemporal, pero no siempre lo que acontece a última hora resulta lo más trascendente.   

Amigo Nicodemo: andas lleno de buena voluntad, aunque abrigas vagos temores y de ahí que te deslices entre las sombras. Tu figura desprende, a pesar de todo, un impreciso atractivo que invita a entrar en relación contigo. No soy el primero que te rescata de la penumbra del evangelio para erigirte en interlocutor.
Líder de la sinagoga
Fuiste tú quien planteó a Jesús el interrogante: ¿Cómo puede nacer uno siendo ya viejo? No iba contigo la frivolidad de presumir de joven. Te aceptabas como eras. A propósito de la pregunta y de tu condición de dirigente me animo a escribirte esta carta. Tengo la impresión de que eras una persona sensata y madura. Por eso me atrevo a hablarte con sinceridad y exponerte unas reflexiones como si fueras dirigente, no ya de la Sinagoga, sino de su augusta hermana la Iglesia.
Quizás hayas escuchado acerca del Vaticano II, una magna asamblea que algunos recalcitrantes conservadores han querido olvidar y que el paso de los años también ha difuminado. Para que me entiendas: era una especie de asamblea del Sanedrín, pero más ecuménica y lúcida.
Un párrafo del mismo exhorta a los fieles cristianos a dirigirse a sus pastores: a manifestarles sus necesidades y sus deseos con aquella libertad y confianza que conviene a los hijos de Dios y a los hermanos en Cristo. Líneas más adelante dice incluso: … tiene la facultad, más aún, a veces el deber, de exponer su parecer acerca de los asuntos concernientes al bien de la Iglesia.
Sigamos el hilo. Hay que nacer de nuevo, te dijo Jesús. Quizás por entonces había ya proclamado aquello: les aseguro que, si no cambian y se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los cielos. Por supuesto, Isaías había dejado escrito que en los tiempos mesiánicos … un niño los conducirá.
El caso de los dinosaurios
Alguna vez he leído que los dinosaurios se extinguieron justa y paradójicamente por su tamaño y arrogancia. Eran los animales más poderosos que hayan poblado la Tierra. Hace muchos siglos que se extinguieron. Sabemos de ellos por sus restos óseos.
¿Entiendes la ironía, Nicodemo? Mientras otros animales en apariencia más frágiles, pero en realidad más ágiles y adaptables perduraron hasta nosotros, los dinosaurios se extinguieron. Desaparecieron por ser demasiado fuertes. La prepotencia biológica les arruinó.
Ello se me antoja una buena parábola para nuestras Iglesias y sus hombres más representativos. Pueden tener la tentación de pensar que se responde mejor a las situaciones de hoy cuanto más aumente su poder, su fuerza, su prestigio y cuanto más resuene su voz por las cuatro esquinas del país.
Cuando se pierde la agilidad
El poder y el prestigio roban agilidad, pues hay que estar pendientes de mantenerlo. Retardan la marcha porque es preciso examinar con detención el momento, la circunstancia, la metodología. Sólo el niño se mueve con agilidad y desenvoltura.
Quien goza de poder y prestigio con frecuencia se deja llevar por las restricciones mentales y tiende a guardar el justo medio. Ahora bien, el justo medio es algo cambiante y elástico a tenor de lo que se desplacen los extremos. Más que a árbitros a los cristianos se nos llama frecuentemente a ser militantes, a pronunciarnos enarbolando la virtud de la valentía.
La diplomacia me parece una virtud aceptable siempre y cuando se mantenga en sus límites y no le propine bofetadas a su hermana mayor, la profecía. Nicodemo, tú eras un líder respetado e inteligente. Comprendiste que Jesús se volvió inquietante con su comportamiento. Te maravilló que Él, que no contaba para nada, adquiriera una enorme autoridad. La transparencia del mensaje se consigue eliminando gestos ambiguos.
Apreciado Nicodemo, la Iglesia ya no es respetada como en años atrás. Si ello nos obliga a ser un poco más humildes, bien está. Más aún, hemos merecido la censura de la sociedad como colectivo. Hemos flirteado con los poderosos y algunos de sus miembros han escandalizado a los más pequeños, los preferidos de Jesús.  

Ahora es imprescindible que gane en credibilidad. Lo cual sólo se consigue a fuerza de ponerse a nivel con los de abajo, de ocuparse del sufrimiento de los pobres. Muchos ya no somos capaces de vivir como ellos, pero sí deseamos ardientemente que puedan gozar de un nivel de vida digno. 
La parte por el todo
Te habrás dado cuenta, Nicodemo, por poco que sigas nuestras peripecias, que se va tomando cada vez más la parte como si fuera el todo. Cuando unos dignos y destacados miembros de la Iglesia hablan en público o aceptan mediar en algún asunto engorroso, el periodista y el cristiano medio dicen que la Iglesia habla o la Iglesia media.
De acuerdo que tal vez se trate de meros modos de hablar y que no hay que ser quisquillosos. Pero debe quedar claro lo que se ha repetido hasta la saciedad: la Iglesia somos todos. Y el mal uso del lenguaje, a la larga, crea numerosos equívocos y confunde a la gente.
Otro motivo de confusión. Resulta que a los laicos toca pronunciarse acerca de las cuestiones técnicas y estratégicas de la sociedad. Ellos deben analizar las diversas situaciones y luego dar su dictamen. Por ejemplo, si es conveniente o no una huelga en determinadas condiciones, si resultaría positiva o negativa la firma de un preciso tratado internacional, etc. A los pastores les toca defender los valores que hay detrás, pero no pueden pretender un liderazgo en las cuestiones de carácter técnico.
La razón es muy sencilla. Quién no comulgue con las razones ―técnico-políticas― expuestas por sus pastores, se verá en un aprieto a la hora de expresar su adhesión eclesial.
Perdona, amigo Nicodemo, este diálogo que se asemeja más bien a un monólogo. A lo mejor no entiendes del todo estas cosas, pues lo tuyo era la Sinagoga y no la Iglesia. De todos modos eras un hombre de buena voluntad que no te negarás a ser destinatario de mi carta.
Un abrazo en el común amigo Jesús.