El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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lunes, 22 de febrero de 2016

María, eco de la misericordia de Dios (I)

Un tema que aflora con frecuencia en este año es el de la misericordia. El Papa Francisco vuelve una y otra vez sobre esta virtud que él considera la viga maestra del cristianismo. Ha condensado su pensar en la Bula «Misericordiae Vultus» (El rostro de la Misericordia).

Deseo complementar esta visión ―si la pretensión no es excesiva― recurriendo a la aportación de la Virgen acerca del tema. Después de todo la misericordia es del género femenino. 
Y siempre se ha dicho que la acogida, la compasión, la indulgencia, la clemencia son virtudes típicas de la mujer. 

Mi intención consiste simplemente en subrayar que María es un eco de la misericordia de Dios. Si se venera su corazón junto al de Jesús, nada impide que recordemos su acogida misericordiosa como una onda que expande la clemencia de su Hijo. 

Puede que el lenguaje sea demasiado académico. Es el tributo que hay que pagar por los 40 años de docencia en las aulas. 
A)    El rostro masculino y femenino de Dios

Valgan estas líneas como un esbozo, casi esquema, de unas ideas que indudablemente requerirían más espacio. Léanse sólo como alusiones o evocaciones que claman por un desarrollo ulterior.

Toda la tradición bíblica y cristiana concuerda en que Dios no tiene ninguna connotación corporal, ni menos sexual. Muy al contrario que en otras religiones, Dios no es varón ni mujer. Esta afirmación implica que es Espíritu y no carne. El es Dios y no hombre, como dicen los profetas. 

Sin embargo, la Biblia parece ver a Dios con rostro masculino. Ya sea proyectando en él la figura del Padre o la del Hijo. Un tal ángulo de visión algo revela de la naturaleza de Dios. Manifiesta que a Él hay que atribuir las cualidades del Padre (varón) siempre que se haga caso omiso de la connotación sexual. Pues hay que seguir manteniendo que Dios es Espíritu. 

La revelación de Dios como Padre no deja en la sombra, no obstante, que Él incluye también en su ser las cualidades de la Madre. Y, a decir verdad, no son pocos los textos bíblicos que directa o indirectamente se refieren a Dios como Madre. Por supuesto, los SS. PP. continuaron hablando en este sentido, así como los últimos Papas. Por no aludir a las insistentes razones de la teología feminista. 

Entonces Dios es Padre y Madre. Todo atisbo de bien tiene en Dios su origen. Las perfecciones de que están dotados varón y mujer no pueden tener otra fuente. Por lo demás, se dice explícitamente en el Génesis: "Y creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó"(Gen 1, 27). No puede ser de otro modo. Los datos convergen. 

Jesús -varón- fue pensado por Dios como el lugar y receptáculo de la revelación de Dios al mundo. Se le encomendó la tarea de manifestar al Padre. Las perfecciones de Dios se colorearon en él de masculinidad. Fue el espejo del Padre entre los hombres, la segunda persona de la Trinidad -el Hijo- que asumió la carne humanizándose. 

¿No es razonable que Dios se revelara igualmente en una tonalidad femenina? Las perfecciones femeninas de Dios no podían quedar en la sombra. Una amplia corriente de la tradición cristiana ha señalado al Espíritu Santo como la persona que mejor encarna lo femenino en Dios. Leonardo Boff ha explicitado el tema en años pasados. No podemos detenernos sobre el particular, pero digamos simplemente que el Espíritu se ha simbolizado en el agua, que alude al arquetipo femenino. El Espíritu es receptáculo y fruto, a la vez, del amor entre Padre e Hijo. También la Virgen recibe el poder fecundante del Espíritu en la anunciación. Además, el Espíritu es femenino en el vocablo hebreo “ruah”.

El cauce femenino en el que Dios se revela y en el que se proyecta de modo particular la figura del Espíritu es María de Nazaret. Hay afirmaciones clásicas en la historia de la teología y la liturgia que parecen afirmarlo implícitamente. El Espíritu ha hecho de la Virgen su templo y su tabernáculo. Ella es Sagrario del Espíritu Santo (LG 53). Resulta fuera de lugar hablar de la encarnación del Espíritu Santo en María o de su unidad hipostática[1]. Pero concédase que en la Virgen acontece en grado notable la revelación de lo femenino de Dios y que es muy lícito apuntar algún tipo de paralelismo con Jesucristo. De alguna manera puede afirmarse que, si Jesús es el rostro masculino de Dios, María es su rostro femenino.

(Continuará)
[1] Sorprendentemente Leonardo Boff, El rostro materno de Dios (Madrid 1979) 114 ss, sostiene la hipótesis de la unión hipostática de María con el Espíritu Santo. 

viernes, 12 de febrero de 2016

El engreído

Los taínos -viejos habitantes del Caribe- fumaban e inhalaban unas sustancias que les producían fuertes alteraciones en su ánimo y conducta. En contexto religioso asociaban los efectos producidos por la droga con una mayor cercanía de la divinidad. Desde aquellas lejanas épocas se han inventado numerosísimos productos adictivos. Todos con un denominador común: acostumbran el organismo a la sustancia en cuestión y el individuo no puede hacer a menos de ella. 

Se da el caso de que no todas las sustancias adictivas tienen la apariencia de polvos, resinas, líquidos, hojas o pastillas. Algunas son incluso inmateriales. Justamente las que irradian los vapores más sutiles y perniciosos. Tanto es así que los interesados ni siquiera advierten inicialmente las consecuencias. No tienen conciencia alguna de culpabilidad. 

Existe el precipitado conocido con el nombre de soberbia, que no se aspira por vía nasal. Tampoco requiere de la jeringuilla intravenosa para ser inoculada, ni es necesario fumar humo de especie alguna. Se la asimila por ósmosis. De ahí su peligrosidad. Resulta difícil la prevención, pues que no es fácilmente detectable. Puede ser demasiado tarde cuando se adviertan sus efectos nocivos.

Cabría decir que existen dos diversas presentaciones del mismo producto. En primer lugar, la vanagloria, que puede ser descubierta con relativa facilidad. Basta con observar cómo los rasgos de la cara del protagonista se ensanchan de satisfacción cuando alguien se presta a adularlo. O comprobar su vestimenta impecable, cortada por afamadas tijeras. O echar un vistazo al brillo que irradian sus zapatos. Las togas en ámbito académico también juegan un papel relevante en el asunto. 

Pero luego está el orgullo, la soberbia o el engreimiento, que constituye una fórmula mucho más peligrosa. En un tanto por ciento notable los adictos a la droga de la vanagloria pasan a ser consumidores de este otro preparado de efectos más contundentes. 

Entre los usuarios se cuentan, por lo demás, personas dignas, trabajadoras, responsables. Lo mismo pertenecen al campo de la ciencia, de la cultura, de la política o de la Iglesia. Normalmente los deportistas, los artistas y el personal de la farándula suelen contentarse con la fórmula de la vanagloria.

Sucede igualmente que el adicto necesita mayores dosis de sustancia tóxica en la medida en que su perfil público va tomando rasgos más dignos, austeros e incorruptibles. Para mantener el papel de persona notable y responsable que le exige la sociedad necesita atiborrarse de droga. Como el actor mediocre, siente la urgencia de un trago antes de salir al escenario. O como el deportista que pasó la noche lejos de su alcoba requiere una dosis de anfetamina para afrontar el reto. 

No existe otra curación, hoy por hoy, y no obstante todos los adelantos de la medicina, que un tratamiento de choque a partir de la verdad desnuda. Se desconoce otro medio de combatir la adicción. Y es del todo necesario iniciar la cura con fuertes propósitos de perseverancia. 

En ocasiones se da la circunstancia de que el afectado se ve obligado a rebajar el listón de sus prestaciones, a desdibujar su imagen de hombre serio o de aflojar las riendas de la tensión, para poder prescindir de la droga en cuestión. Ello ocasiona gran pesar en el protagonista, pues que nada aprecia tanto como la imagen pública que con esmero ha ido perfilando. Pero ése es el precio a pagar. Todo tratamiento tiene algún efecto secundario que es preciso aceptar sin remilgos.

En casos graves, difíciles, o de avanzado estado de intoxicación no queda más remedio que saborear el fracaso. Mejor si es público y notorio. De otro modo la preocupación por la imagen impide una genuina curación. No hay que lamentarse demasiado de ello, aunque resulte doloroso. Después de todo, se desvanece una imagen y se recupera una persona real. El interesado vuelve a ser una persona de carne y hueso, que no necesitará sumergirse en la espiral de la adicción para sobrevivir. 

Yo no sé si el autor inspirado de un salmo bíblico intuiría todas estas cosas cuando plasmó en palabras inmortales aquella súplica: no a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria. Le asistía toda la razón del mundo. Porque, en nombre de Dios, de la propia sabiduría o por pura prepotencia, el hecho es que hay multitud de personas disputándole la gloria al mismísimo Dios. 

El adicto a la vanagloria, al orgullo, a la soberbia, a la pedantería, posee un corazón de tamaño diminuto, pero con tendencia compulsiva a inflarse de modo desmedido. Lo cual le conduce a un final catastrófico. De tanto hincharse, la víscera que impulsa la sangre y contiene las esencias de la persona termina por explotar. Y ya tenemos al engreído inutilizado por falta de corazón.