El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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viernes, 18 de septiembre de 2015

Ciencia, ideología y religión

No raramente la ciencia pretende dictaminar sobre la entera realidad de nuestro mundo. Sin embargo no logra cumplir su promesa de otorgar la felicidad definitiva. Sencillamente porque la ciencia positiva es muy capaz de explicar el cómo de las cosas, pero no su por qué. Por su parte la ideología pretende dar razón de la realidad de modo unitario y sin fisuras, pero sólo consigue seducir a los incautos. La realidad es compleja y tiene muy diversos puntos de vista.

La ciencia

Las ciencias han impulsado grandemente el progreso. Sus fundamentos son seguros, lógicos y metódicos, aunque le queda mucho trecho para descubrir numerosos secretos en campos tales como la astrofísica, la biología, la psicología... Los descubrimientos científicos aplicados a la técnica han resuelto problemas que nuestros antepasados ni imaginaron. También nos han proporcionado una vida más fácil y cómoda. Baste pensar en los aparatos electrodomésticos, en los medios de locomoción, en la informática. El trabajo ya no requiere el esfuerzo de otros tiempos y, gracias a la máquina, la vida humana, ha adquirido más calidad y se ha prolongado considerablemente.

Claro que el progreso tiene su cara oscura. El progreso es ambivalente. Las técnicas más avanzadas nos permiten dominar en buena parte la naturaleza, pero también sirven para manipular a la persona humana (propaganda subliminal, selección de la información, etc.). ¿Es lícito hacer todo aquello que se puede hacer técnicamente? No, nunca debería llevarse a cabo lo que daña la dignidad de la persona, tanto en el campo biológico como psicológico y moral.

Una cosa es cierta, las ciencias dan soluciones parciales y concretas a unas cuestiones muy dignas, pero no consiguen dar respuesta al interrogante acerca del sentido de la vida, de la humanidad, del universo. Las ciencias positivas —las susceptibles de demostraciones en el laboratorio— están supeditadas a una metodología totalmente incapaz de dar respuesta a la cuestión del sentido. El método usado nada logra formular acerca del amor, el humor, la esperanza... Y si se atreven a expresar alguna opinión al respecto, ciertamente van más allá de lo que les es permitido. Es como si el oculista se atreviera a indicar al paciente qué cosas le es lícito mirar y qué otras no.

En todo caso es tarea de la filosofía y de la teología pronunciarse sobre el particular, pues que estas ciencias sí pretenden pensar la totalidad del ser y no meramente resolver unas cuestiones concretas. Ahora bien, el método de la filosofía o de la teología no permite dar soluciones contundentes al estilo del álgebra o la química. 

De manera que los sectores de la realidad que más nos importan, inquietan y fascinan, escapan a la ciencia y a la técnica. Nada pueden decirnos del sentido último de las cosas. Del porqué estamos en este mundo, hacia dónde vamos y qué esperamos. Y, en el fondo, éstas son las grandes preguntas que nos persiguen, como nuestra propia sombra, a lo largo de la vida. Hay gente que pasa de largo frente a ellas, pero habría que preguntarse si ha despertado verdaderamente a su humanidad. Porque no se comprende que un ser inteligente no quiera saber acerca de la meta de su existir.

La ideología

Las ideologías pretenden proporcionar una interpretación total de cuanto existe y acontece. Pero una tal pretensión las lleva a ser reduccionistas o a manipular la realidad a fin de que encaje en sus esquemas. Así se comporta el darwinismo, el neoliberalismo, el marxismo, el freudismo, el materialismo, el nihilismo, etc.

Alardean de haber encontrado la raíz última que aguanta y da sentido a las diversas realidades y acontecimientos. El freudismo lo explica todo a través de la libido, el marxismo cree hallar la raíz última de la sociedad y su desarrollo en la economía y el afán de lucro, el darwinismo identifica las fuerzas de la evolución biológica y social en el dominio del más fuerte.

Una visión tan unidimensional no responde a la multiplicidad de los fenómenos ni al misterio que es el hombre y su mundo. El que se deja apresar por la ideología se torna totalitario e incapaz de observar la realidad sin prejuicios. El punto de vista obtenido desde un determinado lugar varía del que obtiene el observador situado en las antípodas. La ideología sólo es capaz de ofrecer intuiciones más o menos provisionales.

Un breve paréntesis en este punto. La fe cristiana contiene algunos elementos de la ideología: un grupo bien organizado dirige y traza las líneas de comportamiento, propone unas verdades no comprobables empíricamente, unos símbolos, unos principios morales, unas explicaciones acerca del origen y del fin del universo... Sin embargo la fe cristiana no coincide con la ideología por cuanto el cristianismo —como su nombre indica— se refiere últimamente a una persona y no a unas ideas. Jesucristo es el definitivo punto de referencia.

En fin, nos seguimos preguntando por el sentido de la vida. Ni la ciencia ni la ideología responden de modo satisfactorio. En nuestro momento histórico parecen derrumbarse, además, valores e ideas que orientaban a muchos en épocas pasadas. Se extiende la sensación de vacío, se cierran los grandes horizontes, se abre paso la resignación y se acude a los programas inmediatos.

¿Dónde hallaremos la respuesta al sentido de la vida? Habrá que escuchar las razones de la filosofía y de la religión. Sus respuestas no tendrán la contundencia de la física o la matemática, pero puede que toquen las fibras profundas del corazón. El ser humano no es solo razón ni cerebro. En realidad atiende más al sentimiento y al corazón.


Manuel Soler Palá, msscc

jueves, 10 de septiembre de 2015

La estrategia de salpicar al prójimo

Las mayorías silenciosas de los ciudadanos suelen dar por supuesto que todos los políticos son iguales, corruptos, incapaces de sintonizar con la gente de la calle, ávidos a la hora de barrer para casa, sumisos a los intereses del partido.

Sin embargo, es muy verdad que unos individuos son más corruptos que otros. Y que quien se siente señalado por el índice acusador suele defenderse diciendo que todo el mundo está repleto de malas intenciones y rebosa de malas acciones. No es cierto, en la corrupción hay grados.

La que podría llamarse «táctica del ventilador», consistente en poner en marcha las hélices para salpicar a todos los circunstantes, no deja de ser una estrategia antiética y muy interesada. No todo el mundo es igual, ni defiende los mismos intereses, ni tiene la misma responsabilidad.

Esto hay que decirlo y sostenerlo sin ambages, pero luego es preciso añadir que la raya divisoria entre el mal y el bien pasa por el mismo corazón. Respondió bien aquella niña, ingenua y lúcida, a la que le preguntaron de qué color sería ella si los malos fueran negros y blancos los buenos. Respondió que luciría rayas en su cuerpo. Alternaría el blanco con el negro. Todos somos cebras.

Abundemos sobre el particular a través de una historieta. Nuestro imaginario protagonista quería encontrarse cara a cara con un gran santo. No reparó en medios para conseguirlo. Recorrió pueblos y ciudades, se internó por las selvas y caminó por los desiertos hasta que le flaquearon las fuerzas. Tocó a la puerta de los palacios, no desdeñó la choza humilde, se encaramó por los rascacielos.

Encontró a grandes ascetas. Parecían vivir del rocío del cielo. Apenas ingerían alimentos, les bastaba con un taparrabos para vestirse, no necesitaban camas para yacer ni sillas para sentarse. Pero parecían todos ellos obsesionados con su propia virtud y encerrados en sí mismos. Les faltaba el lubricante de la atención y la delicadeza para ser realmente santos.

Halló nuestro hombre a personas dedicadas por completo al servicio del prójimo. Unos repartían comidas innumerables a lo largo del día, a los deambulantes, a los estigmatizados por el sida y por la pobreza. Otros visitaban a los presos de la ciudad y se preocupaban por echar a andar proyectos habitacionales en favor de los más necesitados. Les sobraba, sin embargo, una sombra de vanidad en su actuación.

También nuestro protagonista anhelaba verle la cara a un pecador. Tras mucho andar y observar resultó que no encontró a un verdadero pecador. Unos hacían cosas horribles, no se detenían ante los más sagrados derechos, pero no acababan de ser conscientes de lo que llevaban entre manos.

Otros actuaban mal, aunque era por pura y simple debilidad, no por maldad. Los había incluso que hacían el mal creyendo realizar el bien. De manera que no apareció un pecador de cuerpo entero, sólido y macizo.

Moraleja. Habrá que evitar las clasificaciones estereotipadas y los juicios cerrados. Basta ya de jugar a buenos y malos. En la profundidad del corazón humano los acontecimientos tienen poco que ver con las imágenes que se suceden en la pantalla. Sólo en el cine existen perfectos villanos o ciudadanos por encima de toda sospecha.

En la pantalla los buenos se distinguen a la legua. Los malos son tan malos que hasta visten mal y muestran una apariencia desagradable. El cine deja las cosas claras porque a los espectadores les encanta aplaudir a los vencedores, que son los buenos, y abuchear a los perdedores que naturalmente son muy malos.   

Si los párrafos antecedentes tienen alguna validez, permitirán extraer unas gotas de humildad y tolerancia. Sea dicho sin ánimo moralista, pero habría que acostumbrarse a no vivir pegando y repartiendo etiquetas. A no perder la esperanza ante los líderes de la sociedad, pues también ellos visten la conciencia a rayas. Son buenos y malos a la vez. Pero tampoco hay que confiar demasiado, ya que no son enteramente blancos.

Los discursos encendidos a favor de un partido, un candidato, un presidente o un alcalde, acostumbran ser fruto de la mera imaginación, del puro voluntarismo o de los intereses creados. No suelen reflejar la realidad objetiva. La raya divisoria entre el bien y el mal atraviesa el propio corazón. Cuando uno aprende esta realidad se hace más cauto por un lado y se dispone a hacer acopio de mayor tolerancia por el otro. No se precipita en el cinismo ni se arroja en brazos de la ingenuidad.