El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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martes, 30 de septiembre de 2014

La luz blanca del otoño


Hasta el día de hoy no se me había ocurrido escribir unas líneas acerca del cambio de estación. No voy a incursionar en las molestias varias que suelen atribuirse a dicho cambio. Abundan los comentarios sobre el particular en los periódicos. Ya se preocupan las revistas de llenar páginas y más páginas acerca de lo que ocurre cuando disminuyen las horas de luz, cuando baja o sube la temperatura corporal, cuando de pronto aparece la ansiedad, la angustiosa migraña o los molestos dolores reumáticos. Dejo de lado estos pormenores porque tampoco sabría decir gran cosa.  

Cambiantes estados de ánimo

De todos modos no me resisto a reproducir el tópico acerca del otoño, la estación que acabamos de inaugurar. Dicen que en esta época aumentan las depresiones y hasta aparecen trastornos de pánico. Ello tendrá que ver, tal vez, con las precipitaciones que abundan en mayor medida y con las horas de luz que menguan de un día para otro. Los rayos del sol se tornan más recatados y pudorosos. Los problemas afectivos, al parecer, establecen algún tipo de relación con la luminosidad del firmamento. 

Los mencionados trastornos se registran más en otoño y en invierno, aunque cada estación, a su modo, influye en el individuo a su modo. En primavera, ansiamos la llegada del verano que parece demorarse hasta avivar la impaciencia. En verano, las oleadas de calor también afectan y crean en la persona la sensación de un cansancio desproporcionado. En esta estación aumentan los estados de ánimo eufóricos y quienes sufren el trastorno de la bipolaridad suelen empeorar los síntomas. 

La escasez de la luz en invierno provoca desequilibrios en mayor número. Por norma general, sin embargo, las depresiones suelen desaparecer al cabo de unos días. 

Tristeza y melancolía

La mayoría de la población considera que el otoño lleva consigo un deje de tristeza y melancolía. Se caen las hojas de los árboles, cuyo color verde se metamorfosea en amarillo y desemboca en el marrón. Color que, por cierto, ignoran los poetas. Sin embargo, el otoño no deja de tener su belleza. Estimula una vaga nostalgia, eleva los pensamientos hacia la bóveda del firmamento, cubre de niebla los sentimientos. 

Otoño ofrece un banquete de ideas, dichos y metáforas a los líricos y rimadores. Se refieren a las hojas áureas y rojas que, en su caída, conducen el pensamiento hacia el infinito. Aluden una noble paz otoñal y no pasan por alto los fenómenos meteorológicos: el agua que moja el cristal, el cristal que deforma los labios de quien mira a través de la ventana. El cuerpo parece ser afectado por una rara ingravidez y perder contacto con el suelo, quizás aturdido por la atmósfera otoñal.   

El paraje que hospeda el transcurrir de mis días está situado en las montañas de Lluc, la Sierra mallorquina que recorre el lado oeste de la isla de Mallorca. El otoño envuelve el conjunto con sus sombras ya en las primeras horas de la tarde. Advierte que pronto llegarán días de horas todavía más breves en el cercano invierno. Los peregrinos y turistas han subido la montaña por la mañana, pero se aprestan a tomar el camino de regreso. La paz instala su morada en el lugar. Sólo se escuchan algunos gritos de los pequeños músicos cuando salen en tromba a jugar al patio.

A lo largo del otoño los caminos permanecerán encharcados, las laderas de las montañas destilarán agua y los musgos conquistarán amplias porciones de terreno. Las ovejas dejarán de balar de noche. También ellas buscan placidez, quietud y descanso. Los pensamientos se extraviarán a ratos perdidos y se alojarán cabe las nubes que se desplazan apacibles por el firmamento. 

Las estaciones del hombre

Se me ocurre que las cuatro estaciones se corresponden de alguna manera con las cuatro etapas de la vida del individuo. En primavera el niño/adolescente/joven descubre el mundo. La energía se le acumula en el cuerpo y en el espíritu. Es el momento de tejer los sueños que luego, tal vez, logre realizar en parte.   

El verano marca la época de las realizaciones, del crecimiento espiritual. Es llegado el momento de desplegar los proyectos planificados, de sacarle el rédito a la fogosidad que se aloja en el cuerpo. A continuación menguará la efervescencia, las nubes reflejarán una luz lechosa. Se instalará el otoño que, a su vez, dejará paso franco al invierno. Entonces la actividad se reduce a marchas forzadas y el individuo se apresta a la retirada. Se refrena la vitalidad, la soledad aumenta y el individuo, con sus sueños y realizaciones, se derrama en el océano de la eternidad.  

Cada persona es como una geografía con su propio clima y su peculiar calendario. Cada uno dibuja a lo largo de la vida los iconos que hablan de él, elige sus músicas favoritas y colecciona sus autores preferidos. Hay personas cuyo clima es fácil de descubrir. Son previsibles en sus lloros y en su genio, en su malhumor y en su euforia. Otros, en cambio, gozan de un clima constante. 

Sea comprensivo el lector con estos pensamientos otoñales, con los sentimientos impregnados de nostalgia. Todo ello bañado por la luz blanca que no ceja en el esfuerzo de alumbrar la creatividad de un aprendiz de poeta.   

sábado, 20 de septiembre de 2014

Cuando la confianza desfallece



La desconfianza se ha apoderado de los ciudadanos. Observan cómo políticos que ejercieron altas responsabilidades o miembros relevantes de la policía local o estatal desfilan ante los jueces. Y siempre he creído que son una minoría los malhechores señalados por la justicia. Muchos más eluden la pena por demostrarse más hábiles, por dejar menos huellas. 

La desconfianza ha desplegado su tienda entre nosotros. Por alguna rara asociación de ideas recuerdo los años que viví en P. Rico. Allá encontré a personas maravillosas, de gran finura espiritual. Pero el ambiente general estaba contaminado por el crimen, por el temor de toparse con algún drogadicto de pocos escrúpulos azuzado por la falta de los endiablados polvos. 

Las advertencias de los progenitores a sus retoños eran constantes. Ponían en guardia a los suyos para que fueran prudentes a la hora de contactar con algún viandante, recelosos al abrir la ventanilla del coche, precavidos con la cartera…. Las zonas que recibían el nombre de “urbanizaciones” estaban bien blindadas. Un guardia solicitaba a quien deseaba traspasar el umbral a quién deseaba visitar. Y luego de anotar la matrícula y el nombre, telefoneaba al residente para pedir si autorizaba el paso. En ocasiones la operación se repetía unos metros más adelante. Las casas solían alimentar un par de perros de gran tamaño, con los colmillos prestos a cebarse en las masas traseras de quien se les antojara sospechoso. 

Son comprensibles estos escenarios, frutos del temor y de las experiencias vividas. Experiencias lamentables con atracadores, drogadictos y gente del hampa. Los periódicos cuentan y no acaban acerca de tiros en la nuca por ajustes de cuenta, sobre casas y bancos atracados, a propósito de furgones desvalijados y múltiples “carjacking”.

A causa de tal panorama cada vez son más escasos quienes se aventuran a ejercer de peatones. Y cuando casual o excepcionalmente se disponen a dar unos pasos lo hacen con ánimo presuroso, miran con ojos escrutadores a quien osa solicitar alguna información. Y así, personas comunicativas en el restaurante, en la Iglesia, en la charla de sobremesa, se transforman y aparecen por la calle con facciones hoscas y suspicaces. 

Vaya por delante que no es este clima de temor el que se vive en las calles que frecuento, pero sí se ha instalado en los ciudadanos una grave desconfianza respecto de sus prójimos. No temen ser acometidos con un cuchillo o un revólver, aunque sí les ronda la sospecha de que el vendedor ambulante les quiere engañar, el trilero está dispuesto a estafarles y el ladronzuelo acecha sus carteras.

A la vista de tantos políticos e individuos de cuello blanco con las manos sucias, el ciudadano sí se hace a la idea de que le estafan desde las ventanillas de la administración y no digamos desde las sesiones de los Consejos de ministros. El ciudadano descubre que hay miles de asesores —muchos de los cuales sin credenciales de ninguna clase—, se entera de que a quienes mandan les llueven dietas sin razón y cobran de no sé cuántas oficinas unas nóminas que no se corresponden con trabajo alguno. Naturalmente, el ciudadano pierde la confianza y cualquier decisión política se le antoja que pretende el objetivo de desvalijarle. Está harto de recortes y de que las palabras caminen paralelas —sin encontrarse jamás— con la realidad. 

Sin confianza se derrumba la convivencia

Se está dañando la base de la convivencia. Sin confianza resulta de todo punto imposible la humana convivencia. ¿Dónde irá a parar la amistad si pienso que el otro mantiene relaciones cordiales conmigo sólo para luego penetrar en mi casa y vaciar la caja fuerte? ¿En qué queda el noviazgo si sospecho que el otro es un avispado que simplemente utiliza mis sentimientos para contraer matrimonio y conseguir los papeles de residencia que necesita? 

Es imposible montarse a un taxi, comer en un restaurante, visitar al psicoanalista sin una dosis mínima de confianza. Hay que darla por descontado, además, porque es imposible verificarla en cada momento y situación. No hablemos ya de las relaciones en el mundo del trabajo, del negocio y de la cultura. Si dudo en principio de la fiabilidad y solvencia del otro, se paraliza de inmediato cualquier contacto. 

Desde un punto de vista religioso el hecho no deja de ser aún más preocupante. Resulta que, quien no ha experimentado la aceptación de otros semejantes, queda tan marcado en su interior que, a su vez, tampoco podrá hacer la experiencia de ser aceptado por Dios. De tales dimensiones es el misterio de la convivencia humana que hace imposible proyectar en Dios determinadas sensaciones y sentimientos si previamente no se han experimentado en la vida cotidiana. 

A quien los vecinos se le antojan no fiables y sí amenazantes verá el mundo entero como realidad engañosa. Si todo nos muestra su cara hosca, oscura, terrorífica… ¿cómo vamos a pensar que Dios será distinto? Conceptos como la alianza, el perdón, la fraternidad, no se entienden sin una inicial y espontánea confianza mutua. Y nótese que estamos hablando de conceptos y hechos fundamentales en el ámbito de la fe cristiana. 

Cuando la convivencia humana se ve amenazada porque la confianza languidece ocurre una catástrofe de enormes dimensiones. Empieza a languidecer, al mismo tiempo, la capacidad de fiarse de Dios. Se trata de un pensamiento bastante común en la teología de nuestros días.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Los otros analfabetos


Un año más está a punto de empezar un nuevo curso por los pagos en que me muevo. Los pequeños, como los universitarios, preparan el material escolar y han asumido que la llamada a las aulas es inminente. En las ciudades el día comenzará con un hormigueo de mamás, niños, adolescentes y universitarios por las calles. Ponen rumbo a las aulas. El ritmo es otro que en las vacaciones recién terminadas. La familia rueda en torno al horario escolar. A muchos abuelos les espera la tarea de acompañar a sus respectivos nietos. Los libros —nuevos o viejos— reposan ya en la mochila escolar. La señal de salida está dada. 

Así, hay que concluir que, año tras año, la cultura va en aumento, no obstante las pillerías de unos, la pereza de otros y la rutina de los más. Sí, el personal dispone en principio de mayor información. El mero hecho de rozar con el pupitre ayuda a la hora de amueblar el cerebro con diversos y variados datos. 

Lo que no concede el pupitre ni la pizarra es un aumento en la cuota de responsabilidad y conciencia moral. De seguro que aumenta la escolaridad, comparada con años atrás, pero al mismo tiempo crece el índice de delincuencia. En cuanto a la corrupción, sobre todo en la empresa pública, las noticias del periódico hablan con elocuencia. Por lo que a la familia se refiere han dejado de ser noticia los matrimonios rotos, los malos tratos y hasta la aparición en escena de algún cuchillo de notables proporciones. 

Los protagonistas de la corrupción de mayor rango ciertamente saben leer, usan tarjeta bancaria y probablemente llevan consigo un maletín de piel. Existen otros delincuentes que tienden al analfabetismo. Pero, al cabo, ambas especies delinquen porque la corrupción no tiene que ver con el nivel de cultura y alfabetización, sino con la honradez, la responsabilidad y el respeto al prójimo. 

Mejor formar que informar

Se puede ser ilustrado y erudito a la vez que egoísta, irresponsable y hasta terrorista. La instrucción consiste en acumular conocimientos sobre determinados fenómenos, cifras e ideas. Pero tiene poco que decir cuando suena la hora de la práctica moral. De donde se deduce que los ordenadores son más “instruidos” que los seres humanos. El ordenador, como el erudito, maneja un mayor volumen de datos que, lo mismo pueden servir para dar de comer al Tercer Mundo que para aumentar el arsenal atómico. 

La educación, en cambio, apunta a desarrollar a la persona en todas sus dimensiones. Formar, más que informar, es su tarea. La voluntad, la sensibilidad, la imaginación —junto con la inteligencia— juegan un rol destacado en la formación.

Con la instrucción sola no basta. Saber listas de reyes, escritores, capitales y símbolos químicos está bien. Sirve como buen ejercicio mental y ayuda a ganarse la vida. Pero la opción acertada ante el misterio que es la vida y la muerte, ante el prójimo que amo u odio… eso no lo proporciona la instrucción ni la información. 

En el país existe una multitud de informadores dependientes del Estado y/o de la empresa privada. El programa, el horario, las evaluaciones… todo está bien reglamentado. En cambio escasean los formadores. La familia suele abdicar en los maestros y éstos con demasiada frecuencia piensan que su obligación termina con la transmisión de conocimientos. 

El problema se agrava cuanto más se depuran las técnicas de la enseñanza y aumentan las posibilidades del vicio. El instruido tiene más herramientas a su alcance. Con ellas puede hacer más bien o más mal. Depende del uso. Quien sabe leer, lo mismo puede llenarse la cabeza de novelas pornográficas que de de la espiritualidad de S. Juan de la Cruz.

El sabio es capaz de actuar con sensatez en las cuestiones prácticas, en particular sabe tratar debidamente con los demás y gestionar sus propias emociones. Pero no es propiamente sabio el ilustrado, con capacidad para saber cómo funciona el último cable del robot o para conocer los enmarañados comportamientos de los dineros en la bolsa. 

La causa del desequilibrio

¿Por qué el desnivel entre cultura y analfabetismo moral? Una respuesta contundente seguramente es imposible, pero sí cabe apuntar a algunos elementos que quizás ayuden a su formulación. En primer lugar –más allá de la propia opción moral, y ateniéndonos al papel del maestro− la masificación en las aulas, las de los colegios y las de la Universidad. Los nombres de los estudiantes constan en el fichero de la Secretaría, pero no en la mente y el afecto del profesor. En tales condiciones, ¿cómo transmitir una visión de los valores más vitales? ¿Cómo influir en los centros afectivos del educando? 

Otro factor negativo consiste en la excesiva especialización. A las personas que saben mucho de un tema, muy poco de los demás y transitan por el mundo con una deficiente calidad humana, les interesa parapetarse detrás de los conocimientos de que disponen. Personas de este calibre esconden más de lo que enseñan. 

Un tercer elemento que atiza el fuego del analfabetismo moral es la falta de vocación para la enseñanza. La generalización sería imperdonable, pero en numerosos casos la vocación brilla por su ausencia. Muchos maestros cumplen con su jornada laboral y ya está. Los alumnos son para ellos el pretexto para el cheque de final de mes.

Profesor viene del latín “profiteri” que significa profesar, decir íntimamente la verdad. Quien enseña sin conectar con lo más hondo de su verdad no puede ser llamado ni educador ni profesor.