El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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miércoles, 30 de julio de 2014

La simpleza de enfadarse


Enfadarse o impacientarse son dos hechos o dos procesos que, mirados al trasluz de la sensatez, tienen muy poco sentido. Dos declaradas tonterías. ¿Por qué? Pues para empezar porque el sujeto que se enoja y se impacienta es el mismo que tiene la culpa de lo que le pasa. Nadie le obliga a ponerse de mal humor, a agitar su psicología, ni a gritar con malos modos a quien se halla alrededor. En todo caso le empujan y aguijonean, que no es lo mismo. 

Muy pocas veces vale la pena alterarse. Mejor decidir que los ladridos ajenos no alcanzan a perturbar la serenidad de uno o, si se prefiere una metáfora no menos prosaica, que los rebuznos del entorno no le afecten. Al fin y al cabo es sabido aquello que no ofende el que quiere sino el que puede.

¿Quiero con esto decir que uno debe seguir su camino y hacer caso omiso de las protestas o lamentos que apuntan hacia él como destinatario? Desde luego que no. La tozudez, por asociación de ideas, lleva a pensar en los asnos. O a suponer de antemano que a uno siempre le asiste la razón. Una tal actitud mucho tendría que ver con la arrogancia o la prepotencia o con ambas cosas a la vez. 

Nunca está de más mantenerse dispuesto a escuchar y a recelar de las razones de uno. Pues la presunción de que el propio coeficiente intelectual es superior al del prójimo no suele arrojar buenos resultados. Las ideas y las actitudes son susceptibles de mejoramiento. Nada mejor que el espejo que son los ojos ajenos para caer en la cuenta de los propios errores o de las sinrazones que uno esgrime, a poco que se le suban los humos a la cabeza.

Lo que pretendo dar a entender, al referirme a los ladridos y a los rebuznos, es que las advertencias del prójimo no deben ser razón para alterarse, aunque resulte saludable escucharlas. Y en este sentido tal vez no ayude demasiado la referencia a los sonidos emitidos por perros y asnos. El hecho de enfadarse es una sandez porque, después del trabajo de enfadarse, uno debe abordar la tarea de desenfadarse, como bien formula la sabiduría popular al afirmar que el que se enfada tiene dos trabajos. 

El dudoso atractivo del enojo

La gente se enfada, a pesar de todo, porque este estado de ánimo irradia un cierto atractivo. Da la impresión de que uno vive con más intensidad. Al amigo de los enojos le sucede quizás lo que al amigo de los tragos. En un primer momento experimenta una manifiesta euforia, exactamente como el que se echa una copa de más entre pecho y espalda. Una euforia engañosa, claro está. 

Tanto el que ingiere tragos como el que suelta exabruptos regresan a la normalidad, al cabo de un tiempo. Entonces perciben que se han encaramado más de lo conveniente. Se hallan situados en lo alto de un pico, sienten vergüenza por las miradas de las que son objeto. Les sabe mal haber hecho el ridículo. El que ha abusado del alcohol y el que se ha enfadado viven una situación parecida. El bebedor, a causa de una copa de más, reconoce que metió la pata ejerciendo de indebido protagonista. El enojado no desea sino regresar apresuradamente del volcán de sus exabruptos y daría cualquier cosa por volver atrás de la destemplanza manifestada. 

Más difícil de regresar al estado normal le resulta al hombre público que se excedió con los insultos y se pasó de la raya con su verborrea desbordante ante el micrófono. Un defecto, por cierto, muy común y repetido, el de la incontinencia verbal. El micrófono produce una euforia de la que uno se arrepiente apenas ha acabado de hablar. Luego es probable que el eco de lo que dijo le persiga a lo largo de los años, siempre que no se extinga la memoria a su alrededor.

Lo cierto es que, atendido el conjunto, es más aconsejable echar mano de la paciencia que del enojo. Al fin y al cabo los embrollos en que uno se mete tendrá que solucionarlos él mismo. Definitivamente, todo da a entender que es más inteligente revestirse de paciencia. Es decir, vale la pena mantenerse en posesión tranquila de uno mismo. Entre otras cosas porque el paciente está en mejores condiciones de actuar y reaccionar que el individuo agitado, nervioso y bullicioso. Por eso suele ser una receta acertada la de reestrenar la paciencia a quien la agotó previamente. 

Perder la paciencia equivale a extraviar algo todavía más valioso: la plena y serena posesión de uno mismo. Porque enfadarse consiste en huir de sí, de los tranquilos dominios en que uno se halla asentado. Pero al perder pie en el terreno sólido y conocido del propio hogar, fácilmente el individuo es presa de las olas de la ira. ¿Adónde le llevará este coctel explosivo elaborado a base de ira e impaciencia?

domingo, 20 de julio de 2014

Una pregunta que dura 2.000 años

Acabo de entregar un texto de Cristología para que sirva como punto de referencia a los estudiantes de una reconocida institución académica. Perdonen que no diga el nombre, pues forma parte del convenio. Ya no es mía, sino de quien la encargó. Me solicitaron la tarea con el fin de actualizar y hacer más atractivos los textos de que disponían.  
Es una tarea que me agrada la de redactar resúmenes y apuntes que ofrezcan las líneas generales de un determinado tema teológico. Y tiene sus escollos, no crean. Hay que elegir las cuestiones de más peso entre las muchísimas que tienen que ver con el asunto. Es preciso optar por una determinada línea que otorgue coherencia al conjunto y al mismo tiempo no desautorizar otras visiones que se mantienen en dentro de la ortodoxia.
Luego es preciso ahorrar palabras para no alargar en exceso las hojas de referencia. También hay que escoger los adjetivos apropiados de entre el numeroso rebaño que pace silente en las páginas del diccionario. Se precisa mantener el interés para que el lector no pierda la paciencia o acabe noqueado por el aburrimiento. 
No comencé de cero porque trabajos semejantes he realizado bastantes en mis largos años de profesor en Mallorca, Santo Domingo y Puerto Rico. En este espacio ofrezco al eventual lector una página del prólogo recién escrito.

Cristiano no lo es, sin más, quien cree en Dios, sino quien cree en Jesucristo o, mejor aún, el que cree en el Dios de Jesucristo. A este Dios que nadie ha visto nunca excepto el Hijo. Él es quien nos lo revela. Aunque con frecuencia hay quien está dispuesto a dar más crédito a los propios prejuicios o los conceptos heredados y estereotipados que al Hijo revelador.
El remedio a estas distorsiones radica en escuchar de nuevo y con toda atención a Jesús de Nazaret. Porque el nombre de cristiano exige el seguimiento a su persona, celebrar su memoria y sentirse convocado por Él junto con otros hermanos.
Con lo cual debemos abordar de nuevo la pregunta que resonó hace dos mil años, cuando Jesús preguntó a los suyos: “¿y vosotros quién decís que soy yo?” La historia todavía no ha terminado de responder la pregunta. La cristología debe seguir repensando el alcance de la persona y la obra salvadora de Cristo, de acuerdo con las circunstancias de cada momento.
Quien formulaba la pregunta tenía probablemente la apariencia y las maneras de un campesino, aunque la tradición pictórica nos los muestre con un perfil muy distinto. Caminaba por las calles de Palestina rodeado de gente inculta, huérfano de títulos y soportes. No disponía de dinero, ni de buenas relaciones sociales, ni de armas. Los poderosos lo miraban de reojo y no sin recelo. Hacía tambalear sus costumbres, parecía predicar a un Dios revolucionario, nuevo y desconcertante. Comía con pecadores, perdonaba a las adúlteras y no le preocupaba demasiado la tan venerada Ley de Moisés.
En realidad, tampoco los pobres lo entendían del todo. Los enfermos, una vez curados, olvidaban el favor y a su autor. La multitud iba detrás de él para saciar el estómago. Para los miembros del partido radical y violento tenía maneras demasiado suaves. Mientras que para los guardianes del orden resultaba peligroso, ya que su carisma y su afabilidad rendía a la gente a sus pies. Era un peligro, sí, por cuanto enseñaba cosas inauditas para un buen judío. Por ejemplo, que el sábado es para el hombre, y no al revés.
Los hombres cultos le despreciaban, la casta sacerdotal estaba convencida de que era un blasfemo. Los amigos lo abandonaron al experimentar la malevolencia de sus adversarios e intuir hasta donde eran capaces de llegar. La muerte rondaba cerca. Cuando la losa selló su sepulcro todo hacía presagiar que la aventura había finalizado de manera irreversible. La Ley le había devuelto el golpe. Los hombres del orden podían dormir tranquilos de nuevo. Nadie estropearía su digestión.  
Veinte siglos después el mundo sigue fascinado por la personalidad de Jesús. La historia se divide entre el antes y el después de su nacimiento. En todas las culturas, desde todos los puntos geográficos surge quien quiere seguirlo, quien está dispuesto a profundizar sus palabras, quien desea contagiar el mensaje a su alrededor. No obstante las crisis económicas y el auge de los laicismos, las editoriales gastan ríos de tinta publicando sobre Él. Y cada domingo un gran número de hombres y mujeres se sienten convocados cabe el altar para hacer memoria de su última cena.
Hay quien traspasa los muros de un monasterio para reflexionar de por vida sobre su palabra, quien renuncia al dinero, al placer, a la familia, a fin de extender su influencia y aumentar el número de los discípulos. Por causa de Jesús muchas personas, ayer y hoy, han abrazado el martirio, muchas mujeres han dedicado su vida a los enfermos y a la enseñanza de los pobres.
¿Quién es Jesús? Habrá que tomar en serio sus palabras y sus criterios si, como dijo, es el camino, la verdad y la vida. Necesitamos, en efecto, de alguien que nos dé la mano cuando caminamos desorientados, que nos ofrezca ternura y esperanza, que nos haga vislumbrar un futuro más optimista.
La cristología puede consolidar algunos conocimientos y abrir nuevos horizontes hacia Jesús, el Cristo. Cierto que la teología no es la fe, ni tiene la menor posibilidad de sustituirla, pero se deja guiar por esta fe mientras realiza la tarea de ilustrarla y sistematizarla.
La imagen de Jesús que cada uno guarda en su mente y su corazón, condiciona inevitablemente su imagen de Iglesia, su actitud moral, su reflexión sobre la vida religiosa o la vida laical. Un perfil triunfal o humilde de Jesús, intolerante o acogedor, condiciona las actitudes y sentimientos respecto del propio ideal de vida y del trato con el prójimo. La cristología nos lleva de la mano a las fuentes para comprender mejor su misterio y luego actuar en consecuencia. 

jueves, 10 de julio de 2014

Inventos equívocos


Todos los inventos tienen sus detractores, sus fanáticos y sus agoreros. Cuanto más trascendente resulta ser el invento, mayor es la intensidad que ponen unos y otros en venerar o atacar el objetivo. Así ocurrió con los trenes, los automóviles, el teléfono y la electricidad. La cibernética no iba a ser una excepción.
Bienvenido sea toda idea y todo artilugio que ayude a hacer la vida más llevadera y más solidaria. Ahora bien, por lo general los inventos son armas de doble filo. Su bondad está en relación directa con el uso que se les dé. De ahí que nadie debería precipitarse en la alabanza incondicional, como tampoco prestarse a apocalípticos e intempestivos vaticinios.
Habría que echar mano de antiguas experiencias para caminar con cautela por este mundo movedizo de la técnica y sus avances espectaculares. Los viejos pensadores de la Ilustración estaban convencidos de que la información resultaría un arma letal para la injusticia. En cuanto la maldad apareciera al descubierto, sus causantes huirían avergonzados y no se les ocurriría repetir las bajezas realizadas.
Sin embargo, ha transcurrido un tiempo prudencial desde los ilustres ilustrados. En ocasiones la información desanima al malhechor, pero lo cierto es que hoy día nos bombardea de tal manera que nos resbala. Acabamos siendo impermeables al aguacero constante en que se convierten las agencias de noticias sirviéndose de instrumentos cómplices: fax, correo electrónico, web, teléfono, celular, redes sociales, etc.
Informaciones imposibles de ser digeridas
Apenas llega a nuestros oídos una noticia, una masacre, un terremoto... ya inicia el reflujo, dado que otras informaciones más recientes y quizás de más calibre requieren la atención. Con lo cual acabamos fabricando un callo interior que adormece las fibras más sensibles.
Las matanzas y las ejecuciones, las hambrunas y las catástrofes por lo general suponen una inyección de compasión o indignación hacia nuestros semejantes. Pero la información constante acerca de las injusticias y los sufrimientos a lo largo y ancho del mundo acaba por hacer las veces de un poderoso anestésico que inmuniza frente al dolor ajeno. Los excesos agotan toda capacidad de indignación. Nadie puede estar indignándose o compadeciéndose en serio cada cinco minutos.
En el caso del último y más impactante invento, el de la computadora, se encuentra uno con reacciones para todos los gustos. Desde el que lo reverencia situándolo en la cumbre del desarrollo humano hasta el que lo denigra como una puñalada al corazón de la humanidad.
Personalmente la computadora se me antoja un fabuloso invento que facilita la vida a numerosas personas y acelera el ritmo de los negocios y los archivos. Internet es una ventana al mundo, un artilugio para ponerse al día en mil asuntos, para divertirse, para comunicarse con rapidez y economía. Aunque sigue siendo un artefacto, un instrumento, un medio para un fin. Se puede usar bien y se puede usar mal. Puede alimentar inquietudes o abotargar actitudes.
Sí, puede usarse mal y contribuir, entre otras cosas, a que nuestra ciencia se aloje más lejos de nosotros mismos. Hasta ayer la enciclopedia de papel recogía una enorme dosis de sabiduría. Por ello quizás pareció fuera de lugar enseñar a los niños unas listas de sabios, de ríos, de fechas relevantes o de gobernantes. Bastaba con acudir al libro que cargaba sobre su lomo todos estos datos. Pero no es lo mismo... La capacidad de recordar, de combinar conocimientos y de razonar quedó malparada.
Hoy día la ciencia se ha especializado de manera alarmante. El viejo sueño de un Aristóteles, de un Leonardo Da Vinci o incluso de un Voltaire de acumular todo el saber en una mente humana ya es del todo imposible. Tampoco existen enciclopedias que resuman toda las gamas de la ciencia. Se dan libros especializados en tecnología digital, en Biblia, en álgebra, en electricidad, en mitos antiguos...
Dependientes de una memoria exterior
¿Resultan favorables o negativos los avances que nos ocupan? Yo no pongo ni quito rey, simplemente digo que se pueden usar bien o mal. Viene a cuento el pasaje de Fedro escrito por el filósofo Platón. Resulta que Theut, uno de los antiguos dioses, mostró a un rey de Egipto toda la gama de sus artes. En cuanto a la escritura le dijo que “haría más sabios y más memoriosos a los egipcios, pues se ha inventado como un fármaco de la memoria y de la sabiduría”.
El rey no se entusiasmó con la novedad. Alegó que semejante invención "es olvido lo que producirá en las almas de quienes la aprendan, al descuidar la memoria, ya que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde fuera, a través de caracteres ajenos, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos". Los temores del rey apuntaban a que, al fiarse de la escritura, el individuo enajenaría su sabiduría. Sería incapaz de valerse por sí mismo. Ya para siempre necesitaría de una muleta exterior a él a fin de desenvolverse debidamente.

El paso a que nos hemos abocado es de mayor gravedad. Almacenamos cuanto sabemos en la memoria de una computadora. ¿Necesitaremos llevar en el bolsillo un artilugio digital que nos ayude a contar, a pensar, a recordar nuestras sensaciones vividas? Nos adentramos por preocupantes encrucijadas. Aunque, por supuesto, sé muy bien que la historia no vuelve atrás y que, a pesar de todo, la computadora es un maravilloso invento.