El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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viernes, 30 de mayo de 2014

La filantropía de una estrella


Prometí concluir dos flecos que quedaron colgando en el post anterior. Uno de ellos tenía que abundar acerca de lo que supone la literatura en cuanto obra de arte capaz de abrir una ventana hacia la trascendencia.

El segundo obedecía a una interpelación de la teología de la liberación. El motivo era que yo elucubraba acerca de cómo cabe hallar a Dios en la belleza, mientras que un autor destacado de la mencionada teología afirmaba que a Dios no hay que buscarle dónde a uno se le antoja, sino dónde Él dijo que estaba: en el servicio a los pobres.

Una estrella del cine

Y aventuraba yo que quizás había puentes que lograran vincular la belleza con el servicio a los pobres. Entonces recordé unas palabras escritas por una artista de Holywood (Audrey Hepburn) que bien pudieran servir como intento de unión entre la belleza y la dedicación a los más humildes.

Vayamos con el primer fleco. Escribió la dama: para tener unos labios atractivos, di siempre palabras amables. Para tener ojos adorables, mira siempre las cosas buenas de la gente. Mi comentario es que, más allá de la piel lozana y de una fisionomía armónica, creo firmemente que existe otra belleza. No lo digo porque así lo exige el tópico, sino porque es cierto: la belleza integral se la encuentra más fácilmente en la elegancia de las actitudes, en el donaire de la acogida y la simpatía que en la ausencia de surcos en el rostro.

La apostura seduce a primera vista, pero cansa al poco rato si detrás de ella no hay más que un sujeto vulgar, de escaso cerebro y sustancioso egoísmo. Las palabras amables siempre son bienvenidas y reflejan un alma dulce, siempre que no nos las tengamos que ver con frases y ademanes afectados.

Para una figura esbelta, comparte tu comida con los que padecen hambre. Cierto que la esbeltez tiene mucho que ver con la ingestión de comida. El comer en exceso envilece. Ingerir lo justo mantiene el cuerpo a raya y, si la comida que no se consume se reparte (quien dice comida dice bienes, tiempo, dinero…), entonces el rostro adquiere una nobleza difícil de explicar, pero fácil de captar.

Para mantener la elegancia camina con la certeza de que nunca estás sola. La soledad tiene sus valores, sin duda, pero no es menos cierto que, en cuanto uno se descuida, peligra que deprecie el propio comportamiento. Somos seres sociales y la soledad excesiva torna huraño, lleva a desinteresarse del propio aspecto y olvida el código de una elemental educación. Los otros están ahí, téngase muy en cuenta.

La gente tiene derecho a ser reivindicada y redimida. Nunca rechaces ni deseches a nadie. Rechazar equivale a ahuyentar, espantar, atemorizar. Quien se siente desestimado experimenta la desaprobación. Quizás reaccione con dureza hacia el prójimo, pues que desea pagar con la misma que él sufre en sus carnes. O tal vez emigre hacia su interior llevando a cuestas su decepción. En tal caso, como el caracol, en el futuro regresará al fondo de su caparazón al más mínimo roce con el exterior.   

Con el tiempo y la madurez descubrirás que tienes dos manos: una para ayudarte a ti misma y la otra para ayudar a los demás. Más aún: ayudando al prójimo uno olvida de sus pequeños egoísmos y miserias, mientras aumenta el gozo al comprobar que su existencia cumple con una finalidad que vale la pena. 
  
Acaba la frágil artista diciendo: La belleza de una mujer no está en su figura, en la ropa que viste o en la forma cómo se peina. La belleza de una mujer tiene que ser vista en sus ojos, porque son la puerta de su alma, el lugar donde habita el amor. La belleza de una mujer no está en la moda superficial. La verdadera belleza de una mujer se refleja en la bondad con la que da amor y en la pasión que demuestra. La belleza de una mujer crece con el pasar de los años.

La literatura como obra de arte

El segundo fleco que quedó al aire en el anterior artículo era el de la literatura como obra de arte, como flecha capaz de dirigirse a la trascendencia. Hablaba de la pintura, la arquitectura, la música como vehículos de la estética y, por consiguiente, capaces de aproximarnos al ámbito de la trascendencia. 

No menos la literatura puede ser una obra de arte, generar placer, sumirnos en experiencias que superan la rutina. El lector con sentido estético sabrá individuar en los escritos valiosos las emociones que aparecen sembradas acá y allá. Apreciará la belleza del lenguaje capaz de combinar palabras que suenen bien al oído. Agradecerá que le presenten los adjetivos más adecuados, elegidos de entre un rebaño de palabras amontonadas en el diccionario. Sentado en su sillón o acostado sobre la hierba, el lector quizás emprenda una excursión hacia países lejanos, hacia los confines del universo o más allá de él. Tal vez baje hacia las profundidades de su propio ser y descubra sus confines hasta entonces ignorados. 

Como fuere, la literatura digna de ser calificada como obra de arte es una vía que nos aproxima a la trascendencia. Cuando damos con ella las emociones y las sensaciones experimentadas nos introducen —o aproximan, al menos— en la estupefacción, la fascinación, el arrobo… 


martes, 20 de mayo de 2014

El arte, vía hacia la trascendencia



Las revistas especializadas en temas religiosos, y en general los diversos medios de comunicación hablan cada vez con más frecuencia acerca del turismo religioso, de exposiciones de arte sacro, de tallas, esculturas y pinturas relacionadas con la fe. Le sonará sin duda al lector la exposición “Las edades del hombre”, así como la iniciativa que recoge muchas inquietudes y y sanas ambiciones: “Catalonia Sacra”. Sólo por citar dos muestras.
El tema de la belleza está sobre el tapete. Y aquí sería el momento de citar la frase atribuida a Dostoievsky: “la belleza salvará al mundo”. Aunque hago una acotación:  nunca la he leído en sus obras ni jamás la he visto citada en una obra en concreto. Así que estoy por creer a quienes sostienen que el autor jamás la escribió. Lo cual no impide que la idea ande cargada de razones.  
Aludir a la belleza sin más resulta abstracto. Es preciso concretar por alguna parte, tirar de algún hilo para desenredar el ovillo. Para empezar son diversas las clases de belleza. Está, por ejemplo, la que nos muestra una naturaleza exuberante: un cielo límpido y azul, un mar en calma, de colores cambiantes, unas montañas que nos avasallan dejándonos estupefactos y pensativos.
Está luego la belleza del alma, la bondad que se manifiesta en los ojos de la persona, en su semblante armonioso. A no confundir simplemente con una piel lozana, sin arrugas y de colores saludables. La belleza, en su versión bondadosa, es ese algo tan difícil de describir como el sabor de una fruta y que, sin embargo, se percibe sin restricciones. 
Por supuesto que contamos con la belleza física. La de la joven que acaba de salir de adolescencia y exhibe su lozanía, casi de modo explosivo, frente a las miradas ajenas. Belleza de unas formas graciosas y gráciles. Un rostro ovalado y simétrico, sin nada que opaque su esplendor. También el pequeño que se tambalea al caminar deja un rastro de inocencia y espontaneidad. De belleza, al cabo. 
Incluso es factible hablar de la belleza de la técnica. No sólo por las formas de los aparatos que la contienen o la ponen en práctica, sino por los servicios que presta, por su útil bondad. Es sabido que el mundo clásico, tanto el pagano como el cristiano, vinculaba estrechamente la bondad -la utilidad es un aspecto de la bondad- con la belleza.
Sin embargo la belleza que me empuja a escribir estas líneas es la de la obra de arte latente en la arquitectura, la escultura, la imagen, la música, la literatura. Se trata de una belleza comparable a la de una ventana abierta a la trascendencia. Más aún, es un empujón que obliga a encaramarse por esta ventana y escapar así de los límites en los que uno se halla preso. La belleza quiere escapar de los sucesos cotidianos, manifiesta sed de infinito, impulsa a mirar hacia el más allá.
Hay expresiones artísticas que nos ponen en contacto con la Belleza en mayúscula, entre las cuales, algunas brotan de la fe, la expresan sin trabas y la contagian. Las iglesias góticas y románicas ilustran bien lo que pretendo decir.  Bajo el techo del edificio gótico nos sentimos pequeños o quizás mejor, deseosos de plenitud… Arriba se encuentran los vitrales que filtran la luz para metamorfosearlos en colores cálidos, un tanto misteriosos. Permanecemos distantes de ese ámbito admirable. Nos cautivan las líneas verticales que se elevan hasta perderse de vista mientras fascinan la mirada y sumen el alma en un éxtasis inicial. 
La iglesia románica no es menos impactante, aunque emprende su ruta en otra dirección. Al traspasar su umbral escuchamos con fuerza una voz interior que invita al recogimiento y a la oración. La sensación se impone con autoridad. En la penumbra que guardan los muros y columnas del edificio advertimos que se han ido acumulando los posos de la fe y la plegaria de muchas generaciones. Ahí están interpelándonos y estimulándonos para que rompamos los barrotes de nuestra cárcel interior.
¿Y qué sucede con la música? Este arte, el menos tangible, es para mí el que más resonancias y sentimientos despierta. Al escuchar una pieza de música sacra, pongamos por caso el Ave Verum de Mozart, el ánimo se dilata y percibe que el Espíritu aletea en el interior de la persona. Las notas musicales vibran en el aire, tanto como hacen vibrar las fibras más íntimas del alma. Piensen en el Ave Maria de Caccini, en alguna de los corales de Juan S. Bach…
El Papa Benedicto XVI se explayaba con su vecino de butaca tras escuchar una cantata de Bach afirmando convencido de que tanta belleza no podía ser sino verdad. Una verdad, si se quiere, de carácter personal y no forzosa, pero manifiesta y fehaciente para el individuo. 
Otra belleza útil, estimulante y fascinante en ocasiones, la conforma la literatura. Pero habrá que posponer los comentarios relacionados con la misma. El espacio manda. Simplemente acabo con un escrúpulo que me inoculó la teología de la liberación. A Dios no hay que buscarle donde se nos antoja, aunque sea en la Belleza, sino dónde El dijo que estaba. Y lo dijo claro en los evangelios: en los pequeños y los pobres.
¿Me habré equivocado en estas líneas, habré circulado contra dirección? Creo que existen puentes para transitar de la belleza del arte hacia la desconcertante belleza del servicio a los pobres. Me servirá de trampolín unas muy acertadas ocurrencias de la estrella del cine Audrey Hepburn -por paradójico que parezca- acerca de cómo conseguir la belleza y la elegancia. Pero ello será en el próximo post.

sábado, 10 de mayo de 2014

Las cicatrices de la post-crisis



Una y otra vez el personal instalado en el gobierno diserta, nos informa y adoctrina acerca del cambio de tendencia en cuestión de economía y finanzas. Queda por hacer, claro, pero la victoria es segura. Ésta es la estrategia electoral y nos la repiten en cuanto la ocasión se tercia. En los mítines, las entrevistas, los periódicos, las emisores de radio y TV. 

Yo entiendo más bien poco de economia y finanzas. Sí sé que tengo a la mitad de los sobrinos en paro. Me consta también que en muchas Iglesias el personal de Caritas se desvive tratando de conseguir alimentos para todos los que están en la cola. Hace un par de años fui testigo presencial en la periferia de Barcelona.

Las cicatrices del día después

Temo que lo más triste de la crisis llegará el día después. A lo largo de años mucha gente ha luchado para lograr algunos derechos en la fábrica, en el sistema de salud y de pensiones. Unos han corrido delante de los policías, otros han sido interrogados y vejados en cuartelillos y calabozos. A unos les han birlado la beca, otros han sido fichados con la finalidad de impedirles todo ascenso en la escala social. 

Tras la crisis quedarán jirones de derechos y salarios esparcidos por entre las reformas del trabajo, los recortes en sanidad, los pluses que nunca llegaron... Sí, lo más terrible de la crisis será la post-crisis. Algún día el presidente del gobierno anunciará con ademán risueño la noticia del fin oficial de la crisis. Y ello gracias a los esfuerzos del gobierno, su buen hacer y su perseverancia. 

Sí, algún día del año 2015 nos levantaremos con la noticia que los compinches y acólitos  de los poderosos esparcirán por todos los rincones. Se nos dirá que los sacrificios valieron la pena. Algunos periodistas de pluma cotizada, bien pagados por instancias superiores, alabarán la gestión de quienes tuvieron la responsabilidad de atajar las vías de agua de la economía.

Se sorteó el rescate y cambiaron las tendencias para bien. Cierto que quedan algunos síntomas preocupantes y que conviene andar con cautela, pero los ciudadanos pueden respirar con alivio. Las políticas de ajuste han logrado su objetivo. La crisis ha quedado cautiva y desarmada como el ejército rojo en el año 1936. Basta de críticas al gobierno, lo que ahora procede es la alabanza y el agradecimiento. 

El día que se nos anuncie el final de las dificultades financieras más de uno sonreirá agradecido. El mandamás de turno recordará que él tenía razón y que no era fundada la desconfianza con que los ciudadanos se embadurnaron a lo largo de varios años. Y, claro, hay que agradecérselo.

En este tipo de discursos no se aludirá a la crisis de la ecología, ni al pésimo reparto que sufren los ciudadanos, ni al desatino de vivir como si los recursos fueran ilimitados. La crisis habrá terminado oficialmente, pero los salarios se habrán desinflado, la clase  media andará de rodillas. Los jóvenes trabajarán sin apenas cobrar, los estudiantes no podrán ejercer como tales por escasez de becas. Los que un día marcharon más allá de las fronteras seguirán lejos. Las estadísticas de los parados bajarán unas décimas. Todo requiere su tiempo, nos dirán. Lo importante es que cambie la tendencia. 

La crisis habrá terminado, pero los niños se hacinarán en las aulas, antes espaciosas. Habremos superado los días malos, sin embargo los centros de salud no nos atenderán sin pago previo. Las tendencias de la macroeconomía navegarán viento en popa, pero las recetas serán como condenas al infierno oscuro de la enfermedad sin esperanza. 

Lo peor de todo serán las cicatrices que habrán dejado en el alma los días de crisis, ahora superados, según la consigna. Estas cicatrices nos impedirán protestar en la oficina o la fábrica porque el fantasma del despido andará cerca. Se nos recordará lo que pasó hace muy poquito. Y tendremos que pasar por el aro y vivir domesticados. 

Cada uno con su sardina

Las cicatrices de la crisis que quedó atrás nos robarán una porción de solidaridad. Como felinos escaparemos al rincón a comer la propia sardina. El hambre aprieta y quizás no haya para todos.

Unos pocos años han bastado para degradar derechos y salarios, para dejar cicatrices en la piel de los ciudadanos y para inyectarles el miedo en el cuerpo. Estas cosas pasaban después de una guerra, pero ahora no ha hecho falta empuñar metralleta alguna. Bastó con que los articulistas escribieran acerca de la reciedumbre de los tiempos. Bastó con que unos señores vestidos de negro, procedentes de otros países, dictaminaran acerca de los peligros y de las medidas a tomar. 

Amenazas, miedos, intranquilidad, recelos, desconfianzas, suspicacias.... En este mar de temores se habrán diluido los derechos adquiridos con tantos sudores. Unos pocos años y el sólido castillo de las reivindicaciones logradas se ha venido abajo. Tal parece que el paisaje social ha padecido las consecuencias de un terrible incendio.

Puede que salgamos de la crisis, pero será con el cuerpo hecho jirones y el alma amedrentada. Tendremos los bolsillos más vacíos y actuaremos con menos solidaridad. Ya ablandados, confesaremos en voz baja que somos un poquito más cobardes y que hemos perdido las ganas de luchar de nuevo por los derechos ahora perdidos. 

Mientras tanto seguirán las reformas porque no se debe dormir encima de los laureles. No es sensato gastar tanto, nos dirán, pues el gasto público se sufraga con el dinero de todos. Hay que espabilarse porque, de lo contrario, la gente se aburguesa y se niega a doblar el espinazo. 

Todas estas cosas nos dirán los que se sientan en la mesa de ministros y sus bien alimentados asesores. Ellos sí hablarán sin miedo y ajenos a las cicatrices. Viven en un mundo diverso. Tienen siempre abiertas las puertas de las grandes corporaciones, sus rentas se hallan a buen recaudo.