El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

jueves, 30 de enero de 2014

La densidad de un título



Estos días andan reunidos por Lluc (Mallorca), donde resido, representantes de los diversos países y comunidades donde está establecida la Congregación que dirige el Santuario del mismo nombre. El motivo, el Capitulo, que consiste en la representación de todo el Instituto según criterios preestablecidos. Se ha debido convocar cuando menos se esperaba. Ha sucedido que el Superior General elegido en 2011 murió a los 50 años sin que nadie pudiera preverlo ni ninguna enfermedad lo anunciara.

Ha habido que reunirse nuevamente, tal como mandan los cánones, y elegir no sólo al Superior, sino a todos los miembros del Consejo. En las sesiones se pasa también revista a las obras que el Instituto lleva entre manos, la vida de las Delegaciones, etc. El caso es que cuando concluya tendré que dar unas charlas a los más jóvenes del grupo que todavía se encuentran en el período de los diez años después de la profesión. 

La experiencia me advierte que nunca hay que dar nada por sentado. Decía un colega mío de otros tiempos que todo lo que está sentado hay que ponerlo de pie. Todo lo que se supone hay que comprobarlo. No le faltaba razón, pues con frecuencia datos elementales, que debieran ser más que sabidos, pasan desapercibidos. 

De acuerdo a esta visión voy a ampliar algunas ideas la mar de sencillas y básicas en los encuentros programados. Se tratará de explicarles, entre otras cosas, el título del Instituto: Misioneros de los SS. Corazones. En una especie de preludio trataré de decirles que la Buena Nueva siempre hay que transmitirla en clave cordial. Y en la conclusión pasaremos revista a algunos valores más típicos de la espiritualidad de la Congregación, valores a difundir y cultivar. Pero voy a pasar por alto la conclusión en estos párrafos, pues también conviene tomar en cuenta el eventual cansancio del lector. 

La buena nueva en clave cordial

Entre las numerosas familias que se mueven por un estilo y un carisma peculiar en la Iglesia de Dios está la de los Misioneros de los SS. Corazones. Es muy normal y legítima la existencia de una amplia gama de carismas, pues en la Iglesia de Dios -que debe ser tierra de libertad y pluralismo- cada grupo y cada persona asimilan el evangelio de acuerdo a las pautas que le sugiere su sensibilidad, carácter, educación, así como las necesidades del momento y los signos de los tiempos.

Es legítimo que suceda así, pues nadie puede pretender abarcar la totalidad de los ricos y diversos matices de la buena nueva con igual intensidad. Cierto que una cosa es subrayar y otra excluir. No sería justo ignorar datos de lo que Jesús proclamó. Cuando se deja en la sombra parte de una afirmación estamos al borde de la herejía y de la mentira. La herejía no es lo contrario a la verdad, sino una deformación de la misma. Una verdad que se ha vuelto loca, según se ha dicho.

En este sentido no hay que negar nada de lo que se halla en el NT. De manera que no es lícito excluir, pero sí subrayar. Además, lo que no lleva a cabo una persona o un colectivo, lo hace otro. Procedamos, pues, con talante aperturista, ecuménico, sabiendo que las diversas espiritualidades se complementan. Unas quieren reproducir la actividad de Jesús en medio del gentío, otras prefieren enfatizar su misericordia y acogida o contemplar a Jesús subiendo al monte para orar. El título de la Congregación nos orienta hacia sus objetivos y su estilo de vida.

Las resonancias del título

Misioneros: las buenas noticias hay que extenderlas. Se saborean mejor si no se mantienen a buen recaudo. El gozo es expansivo de por sí, necesita comunicarse. El secreto del sentido de la vida es una buena noticia que no debe guardarse bajo la mesa. Cuando las buenas noticias no se comunican se cubren de ceniza y mueren por inanición. La Iglesia entera es misionera, para esta tarea vive y existe. Es lo que le otorga sentido. Está ahí para anunciar y para congregar a los hermanos. Somos llamados a ser hijos de la luz, pero con la astucia de los hijos de las tinieblas.

Laicos: La Congregación se ha enriquecido desde hace unos años con la rama laical. De ahí que los interesados se definan como “Misioneros laicos de los SS. Corazones”. Los fieles cristianos son laicos: pertenecen al pueblo de Dios. En ello radica la dignidad y la identidad fundamental de todo cristiano. Las especificaciones y los ministerios vienen luego. La jerarquía se justifica en cuanto sirve y está en función del pueblo, no a la inversa. Los laicos se santifican como laicos y de ninguna manera son monjes a escala. Su tarea consiste en actuar como levadura trasformadora de la familia, la política, el trabajo, la cultura… El estilo laical es el modo normal y mayoritario de ser cristiano.

SS. Corazones: El corazón es símbolo de interioridad y de profundidad. Hablamos de algo que trasciende el órgano musculoso que sostiene la vida, cuyos latidos marcan la intensidad de los sentimientos que exaltan a la persona. Básicamente entendemos el corazón como la profundidad de la persona, su centro simbólico, de donde surgen los sentimientos, se enraízan las opciones y se nutren las más comprometidas decisiones. También el corazón es símbolo de afecto. Al respecto cabe decir que la persona se mueve por la vida con dos brújulas: la razón y el corazón. Con esta última -que usa mucho más, por cierto- va a la búsqueda de la ternura y advierte cosas que resultan invisibles a los ojos.

El espacio de hoy no da para más. Hasta luego.

lunes, 20 de enero de 2014

¿Recelar del ecologismo?


¿Por qué algunos creyentes -y en mayor medida quienes están investidos de autoridad- suelen recelar, con mueca incluida, de la ecología? No me refiero al rechazo que sienten determinadas jerarquías cuando escuchan acerca de grupos denominados “verdes”, a los que se suele identificar vagamente con feminismo, inconformismo y hasta un cierto anarquismo. Dicho sea de paso, no estaría mal un análisis acerca de la escasa simpatía que les despiertan.
Sin embargo, no apunto a los “grupos verdes”, sino al ecologismo sin más. Cristianismo y ecologismo se han brindado mutuos desplantes en los último decenios. Bien es verdad que va creciendo una actitud mucho más considerada hacia la ecología por parte de los creyentes. En algunos casos hasta se corre el peligro de ”divinizar” la naturaleza. Y tampoco de eso se trata.
Como fuere, tradicionalmente el seguidor fiel y convencido del hecho ecológico acusa al cristiano de pecar mortalmente contra la naturaleza. Alega que la idea procedente de la religión judeo-cristiana, que hace de la naturaleza objeto de deseo y de conquista -”llenen la tierra y sométanla”- no es de recibo.
Tampoco está de acuerdo con la concepción del ser humano como  “imagen de Dios” que se adueña de la creación, la transforma y manipula, bajo el pretexto del poder delegado por Dios, el definitivo y soberano Señor, en último término.  
Puestos a detectar desacuerdos, no parece que la idea bíblica de la historia como avance lineal desde el inicio hasta las metas finales, sea del agrado de los ecologistas. Precisamente olfatean ahí la idea característica de la modernidad, a saber, el mito devastador del progreso indefinido. Una idea a la que hacen blanco de sus iras.
Biblia y ecologismo
Pues bien, a pesar de todo, hay argumentos con los que romper una lanza en favor de la visión bíblica de la naturaleza en cuanto amiga de montes, mares y forestas. Porque el cristianismo considera que la ”explotación” de la naturaleza por el ser humano no necesariamente deja malparada la obra de la creación. Sucederá, en todo caso, cuando el dominio es irracional, inmisericorde y movido por la avidez de lucro.
De por sí la tarea humana sobre la naturaleza perfecciona la voluntad creadora de Dios. En efecto, desde las primeras páginas de la biblia surge el mandato dado a los hombres y mujeres: crecer, multiplicarse, dominar sobre los peces del mar y las aves del cielo. Sucede que el cristiano no dispone de salvaconducto para maltratar la naturaleza y abusar malamente de los recursos que ella ofrece. Más aún, muchos creyentes en Jesús han llegado a la conclusión de que el cristiano debe ser ecologista. Por más que frunzan el ceño los que han tenido alguna mala experiencia al respecto o quienes gustan de agarrarse a los prejuicios.
Se ha mostrado que la imagen de Dios derivada de los relatos bíblicos no se corresponde con la de un soberano dominante y arrogante, sino a la de un cuidadoso y atento jardinero. Es Dios quien crea el universo, luego el mundo puede de alguna manera ser considerado como la prolongación de Dios mismo. Por supuesto, sin flirtear con ninguna clase de panteísmo.
Teilhard de Chardin y S. Francisco
Más aún, los grandes autores del Nuevo Testamento, Pablo y Juan, gustan de elevar la figura de Jesús hasta horizontes cósmicos. Consideran que Él es principio de reconciliación de todos los elementos existentes y que, gracias a él, las realidades creadas se conectan entre sí. No es de extrañar que la tradición cristiana haya dado a luz a un científico, teólogo y poeta de primera magnitud, como Theilard de Chardin. Su obra equivale a un canto continuado a la materia y a sus profundas energías conectadas con el Creador.
El cristianismo no tiene por qué aceptar sin más la acusación de enemigo de la naturaleza. Ahí está el santo más popular de todos los santos, Francisco de Asís, que fue ecologista antes de que el término se inventara. El pobre de Asís debe gran parte de su irradiación poética a la cercanía y compenetración con la naturaleza.
Cabe ser cristiano y ecologista. El creyente del futuro probablemente tendrá el oído más atento a materia animada e inanimada. Y aprenderá que toda realidad es interdependiente. Entenderá con el corazón, más que con la cabeza, que la vaga e inconsciente asociación entre ecologismo, feminismo, marginación,  pacifismo, etc. se debe a los numerosos lazos invisibles que enlazan y entretejen las múltiples manifestaciones de la vida misma.  
Aunque les pese a determinados señores que reniegan de estos movimientos -quizás ven amenazada su digestión y su status- todos ellos coinciden en un común denominador: la liberación. La cual se alimenta de raíces profundamente cristianas. La verdad hace libres, proclama el evangelista Juan. Y -añado por mi cuenta-. la búsqueda de la verdad, verdaderos.

El que experimente alergia frente a alguno de los mencionados movimientos no se precipite recurriendo a descalificaciones prematuras. Podría delatarse como enemigo de la naturaleza salida de la mano del Creador. O hacerse sospechoso de estar situado en las filas contrarias a la liberación del ser humano. Graves delitos, por cierto. 

viernes, 10 de enero de 2014

Los fines y los medios


El asunto de los fines y los medios podría relacionarse con un océano turbio y turbulento que obliga a bracear como un náufrago para evadirse la duda. Difícilmente permite arribar a la orilla de las ideas claras y distintas de las que gustaba Descartes. Nada de ideas claras y distintas sobre este punto. Por lo demás, no resulta de gran utilidad pedir consejo, pues que cada consejero tiende a arrimar el ascua a su sardina.

En principio no duelen prendas a la hora de apelar al dicho de que “el fin no justifica los medios”. A la hora de la verdad y de la acción, sin embargo, el individuo recurre a equilibrios complejos y raciocinios contrapesados y compensados para, a la postre, desvirtuar el principio y encender una vela a Dios y otra al diablo.

Uno de los objetivos de la Iglesia consiste en convencer a hombres y mujeres a fin de que su conducta sea honrada, solidaria y sensible a las necesidades al prójimo. Su programa no puede ser otro que el de cultivar los aspectos espirituales/trascendentales de la persona y convencerle de que apueste decididamente por el ser antes que por el tener.

Pues yo sospecho que la sociedad interesada por el dinero, ansiosa de poder y hambrienta de prestigio ha contagiado el corazón de los creyentes que conforman la Iglesia. Porque, junto a medios irreprochables, como la Palabra de Dios y los sacramentos, hay que echar mano de otros más prosaicos: el dinero, la influencia y el prestigio. Por ahí empieza a difuminarse aquel tan bien delineado y formulado principio de que el fin no justifica los medios.   

La Iglesia es el Cuerpo de Cristo, el Pueblo de Dios, la Viña del Señor. Pero a la vez es una Institución que juega un papel en la historia, la sociedad y el entorno de cada uno. Esta institución -seamos realistas- necesita dinero para hacer el bien. Necesita ser respetada, gozar de un buen nivel de prestigio y mantener buenas relaciones con el entorno. ¿O acaso los seminarios, las construcciones, las cenas de los nuncios, las bibliotecas y los coches se mantienen del aire del cielo?

Con un poco de ironía
Esta Institución necesita poder, dinero y prestigio. Poder para no derrumbarse en el caos, dinero para sobrevivir y mantener sus numerosas obras. Y prestigio para caminar con la cara bien alta. Lo digo con una pequeña dosis de ironía, pero no excesiva. Difícil imaginar una Diócesis, una parroquia, una nunciatura, sin nada de poder, ni de prestigio ni de dinero. ¿Una Diócesis sin catedral? ¿Una parroquia sin locales para impartir catequesis? ¿Un párroco sin coche para trasladarse a visitar a los enfermos alejados del núcleo de la población? ¿Una oficina sin ordenador?

Lo que no veo claro, lo que me sumerge en un mar de dudas, es la cantidad de poder, dinero y prestigio que necesita la Iglesia. Para mí que, si se pisan ciertas líneas trazadas por la cordura y el sentido común, la cosa se daña sin solución. Porque nada más comprensible que los creyentes tengan necesidades muy humanas, pero es del todo inaceptable que lo ornamental, secundario o periférico pase a ser considerado principal e imprescindible. Es incoherente e inmoral caminar hacia fines nobles cabalgando  sobre medios indecorosos.

Usar de mucho dinero, aunque sea para cosas estupendas, lleva a que deban ocultarse ciertas administraciones para evitar el escándalo y la suspicacia. Siempre hay individuos poco informados y con deseos de alborotar, alegan los responsables de las finanzas. Podría contar acerca de administraciones cerradas a cal y canto.

Además, hacer el bien a gran escala supone pactar con otras fuerzas poderosas que están ahí. Ya se sabe, nadie da nada por nada. Luego de la compra viene la factura. Hay que ser prudentes, callar, mediar…  para poder seguir haciendo el bien.

Con todo lo cual a la Iglesia se le pegan en buena parte algunos de los defectos criticables de la sociedad. Se le adhiere el barro a los zapatos y cada vez camina con mayor pesadez. Al final su palabra pierde potencia y va desvaneciéndose su credibilidad. Quizás ya no se atreva a proponer una alternativa a la sociedad. Ella misma ha terminado siendo atrapada por el tener a expensas del ser y de su sagrada libertad. Y cuando se mira en el espejo de la Buena Noticia se descubre fea y desleal.  

A tales lamentables parajes puede desembocarse. De ahí mis dudas sobre los fines y los medios. No existe otra salida que volver la mirada hacia los orígenes, a Jesús de Nazaret, el que nació en un establo, no tuvo en vida donde reclinar la cabeza y murió desnudo en lo alto de una cruz. No debieran ejercer como portavoces de su mensaje los monseñores vestidos de seda y color púrpura. No, no son sus mejores representantes quienes blanden crucifijos de oro. No me parece coherente. Han pasado muchos siglos desde que aconteció la aventura de Jesús de Nazaret, pero los orígenes continúan siendo normativos.