El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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martes, 30 de octubre de 2012

A vueltas entre la continuidad y la ruptura


El 11 de octubre, tras intensos trabajos preparativos a diversos niveles, inició el Concilio Vaticano II con una procesión de obispos jamás contemplada. Juan XXIII lo había convocado y era quien tenía la última palabra sobre el desarrollo de la Asamblea.

Un Concilio católico y universal como ninguno

Además de los obispos diocesanos y titulares allí estaban los superiores generales de congregaciones de derecho pontificio con más de 3000 miembros. Los expertos y teólogos invitados por el Papa podían participar en las congregaciones generales e incluso, si se les solicitaba, intervenir en el aula o en la redacción de esquemas para las diversas comisiones. Los observadores sólo tenían voz en las congregaciones generales y sesiones públicas. Los peritos invitados por cada obispo no podían participar en las congregaciones generales.

Fue el concilio más grande en cuanto a cantidad. El de Calcedonia contó con unos 200 participantes y el de Trento, unos 950. En cuanto a catolicidad fue la primera vez que participaron de modo sustancial los obispos no europeos, sobre todo africanos y asiáticos. Sólo faltaron los obispos chinos y polacos por imposición política de sus gobernantes.

Teólogos de gran altura fueron invitados del Papa como consultores, no como miembros plenos (Yves Congar, Karl Rahner, Henri de Lubac, Hans Küng, Gérard Philips). Podían escuchar aunque no hablar en el aula, pero mantenían influencia en las comisiones.

Hubo Consultores de Iglesias ortodoxas e Iglesias protestantes. También Observadores, y católicos laicos. Se dio participación como observadores a periodistas de muchas publicaciones. El hecho de que hubiera invitados de diversas clases fue uno de los aspectos más innovadores del Vaticano II.

Un acto del magisterio de tal categoría no debería ser ensombrecido por intereses ideológicos. No es de recibo rebajar la importancia del acontecimiento eclesial más importante del siglo XX y lo que llevamos del XXI. La asamblea conciliar iniciada en 1962 no tiene parangón con ninguna anterior en cuanto a participación, universalidad y calidad teológica.

Interpretar, que no manipular, el Concilio

Estos datos hay que tenerlos muy en cuenta al hablar de la interpretación del Concilio. Se ha dicho que no debe interpretarse en clave de ruptura, sino de continuidad. Si de ahí se infiere que no es lícito sacar conclusiones contrarias al evangelio o a sanas tradiciones universalmente aceptadas y de notable antigüedad, plenamente de acuerdo.

Sin embargo la dialéctica entre continuidad y ruptura en ocasiones disimula la intención de diluir toda novedad. Y lo cierto es que el Vaticano II respiró un espíritu muy novedoso en la Iglesia: el aggiornamento, la necesidad de conectar con el mundo, antes que condenarlo. La urgencia de la acogida y la misericordia dejando atrás la severidad y la censura. El por qué de la convocatoria, la intención y el espíritu conciliar son datos a tener en cuenta a la hora de la exégesis. El texto debe leerse según el espíritu de su autor.

La libertad religiosa, la colegialidad, la liturgia cercana al pueblo, la solidaridad con las alegrías y angustias del mundo, el concepto de Iglesia como pueblo de Dios…. Estas cosas resultaron un tanto novedosas en el momento.

Vaticano II: entre la continuidad y la ruptura

¿Acaso habrá que diluir estas novedades en aras a una continuidad que ni siquiera se remonta a los orígenes? Porque, por poner un ejemplo, la Eucaristía postconciliar tiene muchas más semejanzas con las de los apóstoles que con las de los años ’50. Los Apóstoles no daban la espalda al público, ni hablaban una lengua ajena a la de los presentes. De manera que invocar una continuidad muy discutible para aniquilar una ruptura que regresa a los orígenes supondría una verdadera traición al Concilio. 

Si todo lo afirmado por el Vaticano II debe ser homologado en el marco de la continuidad (que rompe, por cierto, a la de los orígenes) entonces ya dirán para qué sirvió convocar un Concilio.

Jamás en la historia tuvo lugar una asamblea tan numerosa, representativa, participativa y bien preparada. Ni de lejos puede compararse con los Concilios de los primeros siglos. Un tal esfuerzo, ¿debe dejar de valorarse  simplemente porque aportó nuevos puntos de vista y llamó a un mayor entendimiento con los contemporáneos?

Existe, sin duda, una tendencia poco amiga de valorar los aportes conciliares. Sus representantes prefieren hablar del Código de Derecho Canónico y del Catecismo posterior al Concilio afirmando que tales obras son frutos de la magna asamblea. Pero al lector un tanto familiarizado con estos temas no le escapa que el clima difiere sin apenas disimulo. Dicho sea de paso: en el catecismo no se hace una alusión siquiera al hecho de la evolución. ¿Cómo dialogar con el mundo actual desde tales presupuestos?

De todos modos no habría que permitir la entrada al desánimo. Cada creyente, cada parroquia, arciprestazgo y diócesis gozan de un amplio margen de acción a la hora de vivir el mensaje conciliar. Y muchísimos cristianos de base son favorables a las líneas del Vaticano II. Bastaría que un líder carismático se sentara en la silla de Pedro para que en poco tiempo las ideas de numerosos obispos y presbíteros recuperaran el sabor del Concilio.

Puede que no sea políticamente correcto decirlo, pero el hecho es que un gran número de agentes pastorales quizás no tengan mucho apego a sus ideas. Sus oídos prestan enorme atención a lo que procede de arriba. De ahí que cambiaran sin dificultad sus postulados.

sábado, 20 de octubre de 2012

De la Iglesia Piana a la de Juan XXIII

 
Pio XII en la silla gestatoria. Jerárquico, hierático.

Apenas tres meses después de su elección Juan XXIII asombró al mundo al anunciar la decisión de convocar un Concilio. No se esperaba que un Papa considerado de transición fuera a tener una tal iniciativa.  
Los cardenales recibieron la noticia con un silencio impresionante, escribió el mismo Papa. Y es que muchos de ellos pensaban que era del todo innecesario. ¿Acaso el Papa no había sido declarado infalible? ¿Y no había un teléfono con el cual comunicarse a lo largo y ancho del planeta? No les parecía oportuno un Concilio que podía desestabilizar el status quo. Tal era el pensamiento generalizado en la Curia. Sin embargo, el anuncio obtuvo gran eco en la opinión mundial.

Una Iglesia encerrada en si misma
En los años ’60 latían grandes acontecimientos con su intenso significado: Kennedy, Luther King, elección de Juan XXIII, Gandhi, Mayo francés... La década de los 50 se había caracterizado por su fuerte ideologización y clima de guerra fría. Todavía coleaba la batalla dirigida contra el modernismo. La teología dejaba de lado la pastoral y la espiritualidad. Despedía un tufillo excesivamente racional y académico.

Los mejores teólogos eran censurados uno tras otro. Los que luego serían el alma del Concilio, por cierto. Era del todo exagerada la animadversión contra cuanto pudiera parecerse de lejos al comunismo. No escapaban de la condena quienes adquirían compromisos de carácter social. Los curas obreros, por ejemplo. El movimiento de la Acción Católica y numerosos Seminarios pugnaban en pro de una mayor apertura.
Se comprende que, tras tantos años de inmovilismo, muchas zonas geográficas de la Iglesia estuvieran en ebullición. El magisterio cercenaba las ideas que se antojaban novedosas, pero los estudios de los movimientos bíblico, patrístico y litúrgico se iban imponiendo con argumentos coherentes y convincentes.  

Un cambio de clima
El anuncio del Concilio supuso  una sacudida profunda. Quienes se sentían marginados se animaron ante un horizonte más acogedor. Un intenso clima de búsqueda se apoderó de los estudiosos. Numerosos creyentes suspiraban por una Iglesia de mayor comunión y sintonía con la sociedad. Se deseaba ir más allá de una proclamación de la fe limitada por las estructuras y el vocabulario escolástico.

En este clima llega el anuncio de Juan XXIII. La Constitución que convoca el Concilio y el discurso de apertura marcan los objetivos del mismo y el conjunto debiera leerse desde estas claves. Tal es el horizonte que permite su correcta interpretación.
¿Qué decía Juan XXIII en estos escritos y discursos previos a la magna asamblea?

1. Que la Iglesia no debe permanecer como espectador pasivo, sino tratar de resolver los problemas de sus contemporáneos.  
2. Que había que dar cabida a una mayor preocupación pastoral. Había que encontrar un nuevo estilo y vocabulario con el que articular la fe de siempre y que fuera entendido por las sociedades del momento.

3. Que era preciso abandonar el oficio de profetas de calamidades y mirar el futuro con esperanza. Nada de condenar a diestro y siniestro, sino más bien mirar los aspectos positivos de cuanto acontece.
4. Que la Iglesia estaba llamada a reformarse y a señalar la trascendencia, pues se iba opacando ésta y creciendo el ateísmo.

5. Que convenía promover una mayor diálogo entre las diversas confesiones e incluso religiones.
6. Que el tiempo de la severidad y las condenas debía ser superado. Mejor sería usar el remedio de la misericordia y el diálogo.

Estas cosas, entre otras, afirmaba el Papa. Con estas claves había que iniciar el Concilio y con las mismas, a mi entender, hay que leerlo. Luego pasarían muchas cosas y se entablaría una lucha poco disimulada entre la mayoría de los obispos y una minoría liderada por la Curia vaticana.
El Vaticano II es el acontecimiento más decisivo de la Iglesia en los últimos 140 años, justamente desde el Vaticano I. Pero no tenía que ser la continuación del anterior, pues su enfoque y contenido distaba mucho de lo que proponía Juan XXIII.
 
El comienzo de la Asamblea tuvo lugar el 11 de octubre de 1962 y se clausuró el 8 de diciembre de 1965. Se desarrolló a lo largo de cuatro sesiones. La lengua oficial fue el latín. Lo presidieron Juan XXIII y Pablo VI. Participaron 2.450 obispos, con un promedio de 2.000. Se discutieron muchísimos temas, se promulgaron cuatro Constituciones, nueve Decretos y tres Declaraciones.

Se trató del Concilio más representativo en cuanto a lenguas, razas y naciones. También asistieron miembros de otras confesiones.
Juan XXII, llamado el Papa bueno. Sencillo,
campesino y con un enorme carisma.
 


miércoles, 10 de octubre de 2012

El Vaticano II y la revolución del '68

 
 
En el artículo anterior me refería a la importancia y la valentía que demostró el Concilio Vaticano II, así como a su progresivo desvanecimiento. Ahora toca decir que, no obstante la importancia de la magna asamblea, los tiempos le jugaron una mala pasada. El Concilio comenzó en 1962 y seis años después (1968) emerge la fecha simbólica de una revolución que puso los valores y las estructuras de Occidente patas arriba. El Concilio tenía sus raíces en la modernidad, mientras que los tiempos ya habían alcanzado la postmodernidad.

Para comprender a fondo la marcha del postconcilio -de cuyo inicio se cumplen 50 años- es del todo necesario tener en cuenta lo que pasó inmediatamente después de concluirse y cómo la situación influyó en el desarrollo posterior.

1968 es una fecha emblemática. Dicen quienes saben del tema que quizás haya que darle una importancia similar a la de la revolución francesa o rusa. De hecho trastocó los valores de la sociedad y sus estructuras sociales. Marcó el comienzo de un nuevo sistema de valores y de interpretación de la vida humana. Bien cabe decir que constituye el inicio de la posmodernidad.

El Vaticano II respondió a los interrogantes y retos de la sociedad occidental en el año 1962. Los problemas y las respuestas tenían sus raíces en los trabajos de los teólogos y pastoralistas de los años 30, la mayoría de los cuales procedían de los países de Europa central.

Tales países se habían reconstruido tras el desastre de la guerra cuando la Iglesia ocupaba un lugar importante en la sociedad. Disminuía el número de católicos, pero no de manera alarmante. La Iglesia contaba con un clero fiel, un episcopado bastante ilustrado e identificado con los partidos demócrata-cristianos.

Existen datos suficientes para recomponer el escenario del momento. Había sectores eclesiales comprometidos con el progreso y las inquietudes de la sociedad, poco permeables con la visión de Pío XII. El Papa era apoyado por países tales como España, Portugal, Italia y la mayoría de los de América Latina. No precisamente los países más ilustrados, democráticos y con ansias de progreso.

De todos modos los conflictos, más o menos latentes, no tocaban a fondo los dogmas ni la moral de siempre. Se centraban en la comprensión de la sociedad del momento. Básicamente estaba en cuestión si había que dar paso a un mayor diálogo y democracia o no. 1968 alude a un tornado, un cambio de época, que cuestiona los dogmas, objeta la moral, rebate las estructuras e instituciones de la Iglesia y la sociedad.

Las soluciones que propuso el Concilio sintonizaban bien con el mundo que agonizaba, pero poco tenían que ver con el mundo que emergía. Las manifestaciones de los estudiantes se reprimieron con relativa facilidad, lo cual llevó a pensar que la revolución quedaría en un episodio pasajero. Sin embargo, marcaba el comienzo de una nueva era, de la posmodernidad, de una nueva sensibilidad y unos valores emergentes.

 Los grandes hitos de la revolución

1. La fecha simbólica de 1968 crítica la autoridad en general y desconfía de las estructuras. La Iglesia tiene mucho de autoritaria y en ella influye enormemente la estructura. Resultó especialmente atacada. La propuesta del Vaticano II era totalmente insatisfactoria por insuficiente ante el nuevo panorama.

2. No son de recibo los sistemas que pretenden acumular toda la verdad. Una tal actitud se interpreta como manipulación e intento de dominación intelectual. Como es de suponer, los dogmas, el magisterio y la moral de la Iglesia quedan bajo sospecha. Las nuevas generaciones están dispuestas, en todo caso a dialogar y discutir las propuestas, pero no a aceptarlas en bloque.

3. Llega la hora de la revolución feminista. La píldora controla los nacimientos. Las mujeres se liberan de la maternidad no deseada y pueden dedicarse con más fervor a su carrera, a su trabajo. Consideran que han mejorado sus perspectivas y que les asiste todo el derecho a elegir su propio estilo de vida.

Es obvio que la Biblia nada enseña sobre la píldora. Mientras los episcopados más progresistas y los teólogos consultados por el Papa decían que no se podía condenar, Pablo VI se dejó impresionar por los más tradicionalistas y escribió la Humane Vitae que erosionó y desacreditó el magisterio en muchos ámbitos.

Numerosas fueron las mujeres católicas que se sublevaron. Dejaron de transmitir la religión a los hijos y apareció una generación que lo ignoraba todo del cristianismo. La encíclica no seguía precisamente los senderos de colegialidad marcados por el Concilio. Nada parecía haber cambiado.

4. El consumo de bienes y servicios era moderado hasta la fecha que nos ocupa y los ricos por lo general no exhibían su riqueza. En todo caso los medios de comunicación eran menos poderosos e influyentes. Poco a poco el trabajo dejó de ser el centro de la vida para convertirse en una posibilidad de mayor consumo. El trabajo permite el consumo y la propaganda lo estimula. Se puede comprar sin pagar inmediatamente. Se quiere todo y ahora mismo.

5. El capitalismo se descontrola. Los héroes son los que poseen dinero. Los dueños del capital hacen lo que les viene en gana. La economía adquiere tintes artificiosos que pueden conducir a la crisis. La Iglesia trina contra el comunismo y tiene poco que decir contra el capitalismo injusto. La doctrina social permanece generalmente envuelta en la nube de la abstracción.

Evidentemente, nada de esto lo provocó el Concilio, como algunos afirman quizás con mala intención y por motivos ideológicos. El hecho es que esta revolución cultural de Occidente tuvo graves repercusiones en la Iglesia. El efecto más visible fueron los 80.000 sacerdotes que abandonaron el ministerio.