El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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martes, 24 de enero de 2012

La expresividad del rostro




Tengo el propósito de renovar la entrada del blog cada 10 días. Y lo he conseguido a lo largo de estos años, con mínimas variaciones. Pero en ocasiones uno se siente un tanto agobiado por esta obligación autoimpuesta. De manera que voy a echar mano del fragmento de una charla que ofrecí en el arciprestazgo donde trabajo: el de Lluc-Raiguer, en la Sierra norte de la isla mallorquina. Descansaba en una de mis carpetas porque ya hace años que la había dictado en un contexto académico. De todos modos, la naturaleza de la misma no envejece tan fácilmente. 

En el rostro adquiere la máxima densidad el yo humano. Porque, además, tal parece que el rostro posee vasos comunicantes con el corazón. Los pensamientos, opciones y decisiones del corazón se reflejan, ante todo, en el rostro. Nada extraño que haya obtenido resonancia la expresión epifanía del rostro y que incluso esté en la base de rigurosos estudios filosóficos.

El rostro como vanguardia de la persona

Llamamos persona a la unidad profunda del sujeto que se despliega en su dimensión espiritual y corporal. Es un centro consciente y dinámico, un sujeto capaz de comunicarse con el prójimo al que hay que atribuir toda dignidad.

Se ha definido la persona como la libre realización de su naturaleza. Una naturaleza que no puede prescindir de su corporeidad. Gabriel Marcel insistía en que no tenemos un cuerpo, sino que somos un cuerpo. Y es de evidencia inmediata que donde el cuerpo adquiere mayor densidad, capacidad de comunicación y personalidad es en el rostro. En el rostro se transparenta la progresiva y libre realización de la naturaleza personal. El rostro es expresión y presencia de la persona.

El rostro es mucho más que unos determinados centímetros de piel o una precisa extensión corporal. No cabe homologarlo con otras regiones del cuerpo, pues su densidad y significado en cuanto a la comunicación y la expresión es mucho más relevante.

Las emociones propias y las relaciones interpersonales dibujan y transfiguran las diversas expresiones del rostro. En el rostro irrumpe, acontece, se transparenta la persona, en él se registran incluso los sentimientos, emociones y actitudes del individuo. En ocasiones el rostro se hace palabra y entonces me permite conocer todavía más a fondo y con detalle los pensamientos y sentimientos del prójimo. Una buena parte de verdad contiene la afirmación de que, a los cuarenta años, cada uno tiene el rostro que se ha labrado a lo largo de su vida.


Es significativo notar que nadie ve directamente su propio rostro, a no ser con la ayuda del algún instrumento como el espejo o una superficie reluciente. ¿Será porque el rostro no es para mí, sino para el otro? El rostro es por sí mismo un lenguaje silencioso, trasparenta el yo íntimo de modo más efectivo que el resto del cuerpo. Los pliegues del rostro y el talante de la mirada irradian la intencionalidad, la interioridad y la emotividad profunda de la persona. 

A pesar de todo, en el rostro puede instalarse la ambigüedad. Es posible manifestar sentimientos y emociones que en realidad no se experimentan. Ni la mirada acogedora, ni la sonrisa abierta, ni el semblante afable garantizan inequívocamente que la actitud interior se corresponda con tales expresiones. De manera que la persona puede ocultarse a través de su rostro. Pero en este caso hablamos más bien de excepciones, represiones y falsificaciones.

El rostro como indicador ético

Cuando enfrente de mí vislumbro un rostro se me hace visible su interioridad, su dignidad. El otro no es equivalente a lo otro (las cosas), ni al animal, porque tiene un rostro. Sólo el que viva replegado herméticamente sobre sí mismo y no perciba el rostro de su prójimo será capaz de tratarle como si no tuviera dignidad alguna. Es decir, como un objeto al que manejo según mis intereses y conveniencias.

El rostro del interlocutor me lleva a percibir de modo inmediato -sin necesidad de reflexiones ni argumentos- que el otro no debe ser instrumentalizado para saciar mis intereses. El posee una dignidad que no debe ser violada, no es medio sino fin, como insistentemente recordara Kant.

El otro es fuente de sentimientos y de iniciativas. Desde la antropología teológica todo ello significa que también él es imagen de Dios. Desde la convivencia humana implica que él es tan digno como yo y no lo puedo subordinar a mis conveniencias.

Tales planteamientos levantan serios interrogantes sobre algunas actividades comunes en nuestra sociedad contemporánea. Por ejemplo, la muy desarrollada publicidad. La propaganda tiene como objetivo convencer racional o irracionalmente al otro, con los recursos de que disponga y (muchas veces) sin reparar en escrúpulos. Se le pretende convencer para que acepte ideas de tipo político o compre determinados productos económicos. La publicidad tiende a tratar al otro como cliente, paciente, consumidor, votante... Olvida su personalísimo rostro, ocupado como se halla en favorecer los propios intereses crematísticos o ideológicos.

El rostro es como el indicador del misterio personal. Ahora bien, este  misterio necesita de un ambiente cálido y de acogida para manifestarse. Si tropieza con miradas duras y actitudes desconfiadas la persona rehúsa la apertura y permanece clausurada. Tal como acontece con el caracol que se esconde cuando sus antenas detectan obstáculos cercanos. Para favorecer la transparencia del misterio personal hay que mirar el rostro del prójimo con paciencia, respeto y amor. La mirada que no respeta envilece, destruye, disecciona.


viernes, 13 de enero de 2012

El tiempo, ese enigma


Llego a tiempo con la reflexión puesto que apenas hemos consumido uno de los doce meses del año. La situación invita, pues, a mirar al trasluz esta realidad tan familiar y común que es el tiempo. Una realidad que nos atrapa irremediablemente.
Sabemos muy bien qué es el tiempo… o quizás no habría que afirmarlo con tanta seguridad. Porque si por una parte lo asociamos a algo usual, rutinario y corriente, por la otra no deja de ser una realidad enigmática. A propósito, S. Agustín se pregunta con su claridad y profundidad habituales: ¿Qué es el tiempo? Si nadie me pregunta yo lo sé. Pero si quiero explicarlo al que me pregunta, entonces no lo sé.
El tiempo, ese flujo ilimitado que carga sobre sí todos los acontecimientos de la naturaleza y de la historia. Nada absolutamente acontece fuera de él.  El ser humano ha tratado de domesticarlo, racionalizarlo y dominarlo. Se ha propuesto atraparlo clasificándolo desde diversos puntos de vista. Lo ha atomizado en semanas, horas, minutos, segundos…. A tal propósito le ha ayudado la observación de los ciclos naturales. Día y noche, verano e invierno…
Pero el tiempo humano adquiere una mayor densidad. Tiene que ver también con conflictos e injusticias, con gozos y sufrimientos. El tiempo aséptico y neutral que marcan las manecillas del reloj es uniforme y transcurre ajeno a cualquier sensación, sentimiento o emoción. En cambio, el tiempo humano -por ejemplo, el de la joven que espera el día de la boda- está bañado de deseo e ilusión. El tiempo humano se colorea de gozo, ansiedad, temor…
Una conversación amistosa y satisfactoria o un film agradable puede que dure una hora y media según el cronómetro, pero la sensación es que pasó como una exhalación. Mientras que unos minutos de ansiedad o de intenso dolor físico se hacen interminables. 
El año nuevo abre el horizonte a todas las expectativas. Como en un recién nacido, todo puede acontecer. No obstante las decepciones y dificultades del año que se fue, el corazón humano sigue esperando. Se dirá tal vez que el nuevo año llega con malos auspicios. Da igual. La esperanza se regenera a sí misma, renace de sus cenizas, como sucede con la mitológica ave fénix, de plumaje rojo, anaranjado y amarillo incandescente. 
El corazón humano no se resigna a una decepción indefinida. Espera que el año, al cambiar de cifra, sea más propicio. Y la auténtica razón de fondo es que, huérfana de esperanza, la vida se evapora.
Una bendición hecha carne

El libro bíblico de los Números, del que echa mano la liturgia en el umbral de cada año, expresa con fuerza y profundidad los anhelos que laten en el corazón humano. El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor se fije en ti y te conceda la paz.
Ahora bien, una bendición no deja de ser un deseo. Y los deseos, por buenos que sean, no deben confundirse con la realidad. Pero se da el caso de que la bendición que nos ocupa no es un deseo huero, sino un deseo hecho carne. En efecto, la Palabra se hizo carne. La bendición de Dios se ha hecho historia, se ha hecho carne y hueso en Jesús.
El eterno fluir del tiempo ha saboreado su plenitud al ser visitado por el Creador de la historia. El Emanuel, el Dios con nosotros, se ha hecho compañero de camino. El nombre que le impusieron José y María fue el de Jesús, es decir, Dios salva. El tiempo, ese enigma que se despliega en apariencia neutral, esconde en el seno a su mismo Creador.  

No obstante el anhelo de paz, el interior de cada uno conjetura que el nuevo año heredará los defectos e injusticias de su predecesor. Entonces, si la bendición de Dios es más que un buen deseo y se ha concretado en la carne de Jesús, ¿por qué no llega la paz, la justicia, la convivencia leal?
Ahí radica el interrogante por antonomasia. Resulta que las bendiciones, aunque procedan de Dios, no obran automáticamente y mucho menos fuerzan la voluntad del ser humano. Los pastores fueron al portal. Los Reyes iniciaron un largo camino. Hace falta justamente iniciar el camino y acudir al portal. Quien no abre los ojos ante la luz seguirá a oscuras. Quien en el fondo de su ser no espera o no cree en bendición alguna, seguirá atrapado en su insignificante y mediocre mundillo.
Dicen los científicos que el tiempo es la magnitud física que permite medir la duración o separación de las cosas sujetas a cambio. Dicen los creyentes que el tiempo es el misterio de la historia en el cual la Palabra de Dios se hace carne e invita a todo ser humano a escuchar su voz y seguir sus pasos.  

Convendrá el lector en que para beneficiarse de algo físico se requiere alargar la mano y apoderarse de ella. Acabo con un chiste que bien ilustra la moraleja. Una devota señora oraba con fervor para que le tocara la lotería. Un feligrés cercano, justamente vendedor de lotería, escuchó su plegaria. Se permitió darle una palmadita en el hombro y decirle: por su parte hará bien en comprar algún número.

martes, 3 de enero de 2012

Urgencias médicas



No había acudido nunca a urgencias médicas, pero llega el día en que, como manso corderito, hay que aprestarse a ir al matadero.

No se trata de un relato autobiográfico lo que me dispongo a contar, aunque tampoco anda lejos de serlo. Después de todo resulta inevitable que en cualquier escrito se incrusten detalles más personales. Se ha dicho que toda historieta anda preñada de referencias subjetivas. Es que cuando uno escribe transmite su visión, sus pensamientos, sus emociones, su modo de posicionarse ante la sociedad, aun sin hacer referencia explícita a su propia persona.  

Para que te atiendan inmediatamente en urgencias lo más aconsejable es ir chorreando sangre. De otro modo, la señorita de la recepción, más preocupada por su propio aspecto que por el del enfermo, apenas se inmuta. Ante la insistencia responde que comunicará al médico el apremio. Lo dice con mayor displicencia que la tendera de la esquina. Al fin y al cabo el dolor es ajeno y el sueldo lo recibirá íntegro por más que las carnes se le abran al inoportuno visitante. Dicho sea sin generalizar y sin minimizar.    

Ambiente aséptico el de urgencias. Telefonistas con pinganillos, batas blancas que van y vienen. Gente que espera resignada. El todo queda impregnado por un indefinido olor a medicamento.   

Hasta en el momento de hacer cola en urgencias algunas jóvenes no renuncian a su innata coquetería. No escatiman el colorete en la mejilla ni el vestido bien combinado. Peor para ellas. Deben pensar los médicos que no andarán tan enfermas si mantienen intactas las ganas de atraer las miradas ajenas.

Si te aqueja el dolor, recurre a la paciencia. Si estás ansioso, trata de serenarte. Son algunos de los consejos que escucha el paciente en la sala. No proporcionan gran consuelo, la verdad sea dicha. Mientras tanto uno espía los síntomas y los dolores que padece tratando de clasificar su dolencia. También con la finalidad de explicarle al galeno el disturbio que acontece en el  organismo.   

No hay otra alternativa más que la de confiar en los médicos. Cuando la salud no escasea los médicos son objeto de mil bromas. Pero en el momento de la dificultad no queda sino ponerse en sus manos. Y confiar en que no le falle la vocación ni la profesión.   

Un letrero muy visible en urgencias advierte que no se atiende por orden de llegada, sino de gravedad. Uno mira los rostros de los resignados pacientes, tratando de adivinar qué les duele y la intensidad de su dolor. Calcula que nadie anda tan quebrantado como él mismo. Por tanto confía en que su nombre, pronunciado por una voz en off, esté al caer. Pero no, una y otra vez la voz falla a favor de otros nombres y apellidos.

Finalmente le llaman a uno. Craso error pensar que será asistido de modo inmediato. Al paciente le depositan en una camilla y lo encierran en un cuarto al que llaman box para ahorrarse ulteriores detalles y carencias. Los cuartos de hora, si no las horas enteras, van consumiéndose. Cuando ya la desesperación empieza a hacer mella asoma el rostro de una enfermera. No pone manos a la obra. Simplemente trata de reconfortar al enfermo diciéndole que el Doctor no tardará en llegar.

Siguen desfilando los minutos que se estiran como el chicle y por fin el enfermo es objeto de atención. La enfermera vestida de blanco extrae de la vena una porción de sangre con más fuerza que maña. Su rostro bien acicalado no hacía suponer una actuación tan basta. De todos modos no olvida manifestar que el Doctor está al llegar.

Mientras tanto el paciente, en su box, con la mirada en el techo, elucubra acerca de su aventura. Le da por pensar que los médicos, enfermeras y auxiliares han enfrentado a muchos hipocondríacos. Suponen, por tanto, que los pretendidos pacientes andan repletos de antojos. No es verdad que a uno le duela la próstata, el otro tenga el colon irritado y al de más allá se le opaque la vista. Lo que pasa es que son unos desaprensivos sin escrúpulos que se proponen perturbar la placidez de los profesionales de la salud.    

El Doctor llega. Entonces hay que estimular la memoria para recordar el motivo por el cual uno se halla en el box de urgencias. El médico  no parece muy interesado en el asunto.  En todo caso prefiere mirar la pantalla del ordenador y susurrar algo ininteligible a la enfermera sentada a su vera. El Doctor escucha escéptico el relato del paciente. Él tiene mucha experiencia y sabe lo que le sucede antes de que se lo cuenten. No está dispuesto a que le den gato por liebre.

El Doctor alivia escasamente al paciente, pero a cambio ordena análisis y radiografías varias. Llegados a este punto la intimidad anda por los suelos y alguien que pasa por el lugar con ganas de charlar se detiene para decirle al enfermo que lo que le sucede no tiene importancia. Lo que le aconteció a él sí era grave. Acto seguido se levanta la camisa y muestra las cicatrices del bisturí cual trofeos ganados en ardua batalla.

El paciente va acomodándose en la camilla. Al cabo de unas horas es probable que hayan llegado los resultados de los análisis y que el Doctor recuerde que el enfermo yace aparcado en alguno de los boxes. Entonces asoma de nuevo para mandarle finalmente a casa deseándole lo mejor.  

En mi caso al día siguiente la salud empeoró. Era previsible por cuanto el médico no dispuso tratamiento alguno. Ya no quise repetir la experiencia. Así que me internaron en una clínica a la que me daba derecho un modesto seguro. Porque hasta hace poco los religiosos ni siquiera teníamos derecho a acogernos a la Seguridad Social y había que apañárselas de otros modos.

Me guardo algunos interrogantes que despertó la aventura de la visita a urgencias. No quiero abusar de la paciencia del lector. Algún día habrá ocasión de volver sobre ellos.