El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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jueves, 24 de noviembre de 2011

Adviento: esperanza para tiempos desesperanzados


El vocablo más afín al adviento es el de la esperanza. No me propongo elaborar una homilía, pues este blog apunta hacia otros objetivos. Pero los lectores permitirán unas palabras de reflexión que tienen que ver con el tiempo litúrgico del adviento en tiempos de desesperanza.
Nos encontramos en tiempos difíciles para ilusionar al personal. Hablar de utopías y de transformación social a algunos se les antoja un discurso pasado de moda, si es que no ridículo. Muchos factores parecen darse cita para dificultar la utopía y la esperanza...
El socialismo real ha fracasado desde hace años. El capitalismo está enormemente cuestionado en estos momentos. Y el clamor de los indignados contra banqueros y políticos -de derechas como de izquierdas- es elocuente en este sentido.
Parece que la posibilidad de cambiar el mundo con vistas a una mayor igualdad y fraternidad, se ha disipado. Los ideales de los años '60 se han vuelto obsoletos. Los tiempos han cambiado. ¿No nos queda más que la desesperanza y el lamento?
El perfil de los desesperanzados
Antes de aproximarnos a la respuesta (que trataré de esbozar en la próxima entrada) digamos que, desde luego, cargamos con una mochila repleta de desesperanza y decepción. Basta con echar un vistazo al perfil del postmoderno que, a grades rasgos, podríamos calificar como sigue:
Hombre light. La comparación ya es vieja. Así como en la alimentación se buscan alimentos sin calorías, sin grasas, sin cafeína, etc., de igual manera el hombre de nuestra sociedad rebaja sus expectativas y sus compromisos.
Se interesa por muchas cosas, pero de manera epidérmica. Va de un asunto a otro. Un símbolo de esto, los clips de la TV: escenas, planos, decorados que cambian constantemente. Es un individuo que todo lo trivializa y ni siquiera tiene criterios para saber qué es importante y qué no lo es.
Sabe de una tradición de desengaños y de fracasos de ideologías. Ahora ya no quiere ilusionar más. No tiene certezas ni convicciones. Sí dispone de mucha información, pero esto no le ayuda a ser más sabio, sino en todo caso más culto.
Hombre hedonista. Cuando hay poco que esperar, lo mejor es disfrutar del presente. La vida es placer y si no, no es vida. Lo más fácil, la comodidad atrae irresistiblemente. Hay resistencia a aceptar normas. Es bueno lo que apetece y malo, lo que desagrada.
Espectador pasivo. La pasividad es una de las características del hombre de hoy. Espectador que no se compromete. No se mueve por metas u objetivos, sino que es movido, empujado por otros, por la publicidad. Consume con avidez todo tipo de productos y vivencias. Pero tanta velocidad no le lleva a ningún sitio. No tiene otro objetivo que el de saciar sus caprichos del instante, sin proponérselo se uno a medio o largo plazo.
Por eso no va con él eso de cargar con responsabilidades. Es un individuo masificado, productor, consumidor ... Su humus es el ocio, su mente está configurada por la TV. Incapaz de pensar sin la muleta de los tópicos del momento. Sus respuestas emocionales son totalmente previsibles. Se comporta con buena educación, pero su actitud y sus palabras suenan a hueco.
Buscador de seguridad. Ante la crisis, el individuo busca seguridad. No deja de ser un instinto muy humano. La sociedad del malestar amenaza a satisfechos: los sin trabajo, los inmigrantes... Es normal que los marginados quieran sobrevivir y alguno de ellos recurra al robo ya la violencia. Respuesta: más seguridad, más policía, menos inmigración. De aquí al racismo, la xenofobia, el conservadurismo… todo menos ponerse en el lugar del que sufre. Más bien se mira al otro como competidor y enemigo de quien hay que protegerse.
Imposible un cristianismo postmoderno
Hay quien argumenta de este modo: nos hallamos en un mundo y una cultura posmodernos, que ha dejado de creer en utopías, tradiciones e instituciones. Hay que ser realista y reconocer que nuestra sociedad ha llegado, como se ha dicho, al final de la historia. Sólo acontecerá más de lo mismo. Si el cristianismo alega que quiere encarnarse en cada cultura, debe también encarnarse en esta cultura posmoderna ...
Sin embargo este argumento es una falacia. La renuncia a grandes visiones globales, el desistir en la tarea de transformar el mundo, el refugio en la isla de mi vida (el fragmento) renunciando a toda esperanza de cambio... no es una forma cultural como cualquier otra. Si lo fuera, habría que considerarla un signo de los tiempos y en consecuencia, respetarla e incluso inculturar el cristianismo en ella.
Los elementos posmodernos mencionados no proceden de raíces auténticamente humanas/humanizantes, ni mucho menos cristianas. La inculturación  del cristianismo en la postmodernidad no es posible. Hay que saber cómo acercarse al hombre posmoderno, pero no asimilar a su forma de ser.
Renunciar a la visión global, a la pretensión de transformar el mundo, el compromiso histórico, preferir el placer fácil al esfuerzo y al compromiso, disfrutar el presente desentendiéndose del futuro... no es compatible con los fundamentos del evangelio.
Jesús nunca se hubiera acomodado a la posmodernidad, pues en resumidas cuentas no es sino el desencanto de la modernidad, el cansancio de la esperanza, una hora baja de la humanidad, deprimida por las muchas decepciones sufridas. Un seguidor de Jesús no puede dejarse abatir por esta hora de cansancio.
Seguiremos en la próxima entrada. Bienvenidos al adviento.

lunes, 14 de noviembre de 2011

La experiencia del duelo


Noviembre se asocia a la memoria de los difuntos en el ámbito cristiano. No estarán, pues, fuera de lugar unas consideraciones sobre el duelo. Un tema que, como el de la muerte, se va arrinconando porque la pauta tácita exige actuar como si aquí no hubiera pasado nada. Un tema que, por supuesto, va muchísimo más allá del vestido negro de marras.

Declaro de antemano no poseer ningún conocimiento especial acerca de este asunto. Simplemente me propongo amalgamar algunas experiencias que me ha tocado vivir, sobre todo en el desarrollo del ministerio. Y me ayudaré también -una vez digerida la enseñanza- de las consideraciones de los expertos. 

El vocablo duelo, si nos retrotraemos a su etimología de procedencia griega, significa combate entre dos. Se me antoja bien elegida la palabra, pues en efecto se desarrolla un combate entre dos. Por una parte preciso es desvincularse del sujeto irremediablemente perdido. Imposible llevarlo a cuestas, aunque sea metafóricamente. Por la otra la impresión positiva cuya huella deja el difunto en las amistades y allegados debe ser incorporada a la personalidad de quien le sobrevive, formar parte de su identidad.    

El duelo cumple una función de carácter psíquico. Aligera la mente de los recuerdos asociados a quien desapareció del mundo de los vivos a fin de poder caminar sin agobios. Pero, a la vez, los incorpora -ya como destilados- a su propia identidad con el fin de que no se pierda lo mejor de la amistad, la cercanía y la intimidad vividas conjuntamente.   

La variedad del duelo
Es sabido que los rituales y ceremonias del duelo adquieren diversos aspectos según lugares y culturas. En la actualidad las opiniones acerca de cómo llevarlo a cabo se han vuelto muy elásticas. Quien considera una obligación sacrosanta organizar un velorio en torno al finado, quien decide obviarlo juntamente con todos los ritos anejos: visitar la tumba, celebrar exequias, vestir determinadas prendas…

Las discrepancias no son menores a la hora de decidir si los niños deben contemplar la figura del difunto o resulta más favorable para su vida emocional escamotearles la estampa.  

He asistido a escenas que personalmente considero fuera de lugar. Me ha sucedido al entrar en contacto con grupos evangélicos de Puerto Rico. Venía a decir el predicador, o el feligrés más osado, con mímica categórica –digno de exhibir en momento más oportuno- que usted no debe entristecerse, sino más bien alegrarse. Su ser querido está gozando con Cristo. Hay que cantar y reír. Y le reprendía por su tristeza. 

No, no es aconsejable forzar tales situaciones. La esperanza en el más allá, la confianza en la felicidad del difunto no impide una real tristeza por su partida del mundo de los vivos. Disimularlo o hacer como si no fuera así, lo único que consigue es violentar los sentimientos o sencillamente caer de bruces en la hipocresía. 

Otro momento que requiere el mayor tacto es el que se produce al dirigir unas palabras a los allegados. Importa acompañar y consolar con la presencia física. Un cálido apretón de manos o un abrazo sincero resultará más apropiado que cualquier discurso. En los momentos trascendentales, como el de la muerte, las palabras suenan  a hueco más que nunca. Si el acompañante no dice nada, o dice muy poco, probablemente se lo agradecerán.   

Duelo normal y duelo patológico
Bueno será animar a la persona en duelo los primeros días posteriores a la muerte para que no se deprima. Debe descansar, comer, tratar de normalizar su vida. En ocasiones el dolor conduce a reacciones y actitudes extrañas o dañinas, tales como recurrir al alcohol, al tabaco o a los ansiolíticos de forma compulsiva. 

En cambio no parece haber motivo para impedir que el afectado por la muerte de un ser querido recuerde a quien se fue. Que llore también cuanto desee. Resultaría muy inoportuno, por otra parte, que en tales circunstancias a alguien se le ocurriera reprender o adoptar un discurso magisterial.  

En ocasiones el duelo puede adquirir -según he escuchado de bocas expertas- rasgos patológicos. En un extremo hay a quien le da por negar la realidad. Aquí no ha pasado nada. En el otro los hay quienes -profundamente afectados por el acontecimiento-  muestran síntomas preocupantes en su comportamiento: ritos, pensamientos y discursos extraños. Puede adueñarse de ellos, en casos graves, el delirio místico o quizás el deseo de vivir en el cementerio, de no querer descansar...

Entre los imponderables que pueden acontecer en las situaciones que nos ocupan está el hecho de que el cuerpo del fallecido no aparezca. En tal caso no es raro que el duelo se prolongue indefinidamente. ¿No sucede algo, por ejemplo, así en los miles de personas que perdieron algún familiar durante la dictadura argentina? Tienen a quien llorar y despedir, pero no saben dónde llorar ni donde rezar, pues que desearían hacerlo frente al cuerpo del finado. 

El duelo es un proceso por el que hay que pasar. El sobreviviente debe hacer frente a la vida sin angustias ni agobios excesivos. De ahí la necesidad de desvincularse de quien se fue. Sin embargo, es muy justo que la relación establecida a lo largo de años, quizás de contenido muy cordial, sea incorporada a la propia personalidad. Tal es el objetivo que persigue el duelo y de esta manera consigue los beneficios que le son propios. 

viernes, 4 de noviembre de 2011

De obispos y elecciones


Estamos en época de elecciones. Como suele ser habitual, también los obispos  meten baza. El objetivo consiste en iluminar el quehacer cristiano en un entramado de intereses partidistas contrapuestos y desbocados.    

Digo muy sinceramente que me agradaría coincidir con las indicaciones que hizo públicas la Conferencia Episcopal Española y que, a través de los obispos diocesanos, se exhortó leer en todas las misas del pasado fin de semana. Más aún, me duele que las críticas estén tan a la orden del día. Damos una imagen de Iglesia dividida. 

Justo es reconocer que en ocasiones hay quien se excede en sus diatribas a la jerarquía. Me refiero a los fieles que están dentro de la Iglesia. No debiera convertirse en una especie de deporte eso de abonarse a la crítica episcopal. En cuanto a los que están fuera del ámbito eclesial y/o visceralmente militan en contra no hace falta calificar lo que dicen o en ocasiones vomitan.  

La ambigüedad del silencio
A pesar de todo me animo a plasmar unas palabras acerca de la carta en cuestión. Después de todo, desde los tiempos de los SS. Padres se escuchan voces animando a hablar con libertad a los miembros de la Iglesia. La verdad os hará libres, escribió el evangelista S. Juan. Y, desde luego, no se identifica quien más calla con quien más ama a la Iglesia.  El silencio es tremendamente ambiguo. Cubre un amplio abanico que va desde el desinterés hasta el desprecio. 

Voy a tratar de expresarme casi telegráficamente sobre algunos puntos de la carta. En primer lugar los obispos afirman que no imponen a la sociedad un derecho que proceda de la Revelación. Se comprende: numerosos ciudadanos no comparten la tal Revelación. Si esta consideración estuviera más a flor de piel, nos ahorraríamos agrias polémicas con los ciudadanos no creyentes. 

Con toda lógica dicen los señores mitrados que se reconoce la legitimidad moral de los nacionalismos que desean una nueva configuración de la unidad del Estado. Pero contra toda lógica  el lector lee a continuación las siguientes líneas: Es necesario tutelar el bien común de la nación española en su conjunto, evitando los riesgos de manipulación de la verdad histórica y de la opinión pública por causa de pretensiones separatistas… 

¿Cómo quedamos? Es legítimo el nacionalismo que aspira a la independencia, pero hay que tutelar la unidad de la nación española en su conjunto… Y añaden los jerarcas que las pretensiones separatistas pueden manipular la verdad histórica. ¿No pudiera suceder también al revés como se constata con frecuencia? Temo que los fieles salgan más desconcertados que iluminados tras tales afirmaciones. 

El escrito se refiere a la grave crisis económica actual. Es de alabar la referencia. Pero cuando casi cinco millones de personas sufren la humillación y el sufrimiento del paro, parece que el énfasis debería ser mayor. Y la oportunidad era pintiparada para fustigar algunos defectos causantes de la situación, tales como el fraude fiscal, la fuga de las grandes fortunas, los sueldos obscenos de ciertos banqueros y políticos... Una alusión a las hipotecas impagadas que echan a la gente a la calle tampoco habría sido inoportuna.

En la carta hacen su aparición algunos temas que ya se han convertido en habituales. Rechazo del aborto, la eutanasia, el matrimonio homosexual, la obligatoriedad de la clase de religión… Tengan por cierto los señores obispos que los fieles saben muy bien lo que piensan acerca de tales asuntos. Y la rutinaria repetición de la letanía más bien engendra cansancio y fastidio. 

El escollo del partidismo
Los comentarios que he leído acerca del escrito afirman, por lo general, que el conjunto desprende un tufillo de partidismo político. La mención a las iniciativas libres en cuestión de economía, la unidad de España, el aborto, la homosexualidad, la religión en la escuela... 

Posiblemente consideran los altos eclesiásticos que el PP es preferible para gestionar estos asuntos. Sin embargo, les aseguro que sus abanderados no anularán la ley del divorcio ni la del matrimonio/unión homosexual. Y se hace muy cuesta arriba creer que mostrarán una mayor preocupación por los marginados de la sociedad. El personal que maneja los bancos y los centros de poder económico suelen hacer migas con el citado partido. Entonces…

El terrorismo no escapa al juicio de los obispos. Dicen que una sociedad libre y justa no puede tener a los terroristas como interlocutor político. Me suena a la música del actual partido popular. Sin embargo el obispo Juan María Uriarte, cuando gobernaba el señor Aznar, se sentó en la mesa de diálogo entre el ejecutivo y la ETA. Algunos meses más tarde, ante las elecciones del 2000, los obispos no criticaron estos contactos, sino que alabaron la búsqueda sincera de la paz.  

En mi opinión personal no se va a dar la pretendida iluminación que desea la carta. Porque hay contradicciones en el mensaje episcopal, porque se le nota que cojea por la derecha y finalmente porque los programas de los partidos políticos son una mezcolanza de aciertos y desaciertos cuya valoración depende mucho de las gafas ideológicas del lector.   

Dadas las actuales circunstancias de pérdida de poder adquisitivo y el triste panorama de los parados y los que pierden su casa por no pagar la hipoteca, mi deseo habría sido que se hubieran centrado en este punto. Después de todo, Jesús habló más del amor -la ayuda, la generosidad, la caridad- que de la sexualidad y la unidad política de las naciones.