El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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lunes, 28 de febrero de 2011

Nada que aprender


Desde hace unos días vengo rememorando tiempos pretéritos de mi vida. Un ejercicio que tiene algo de agridulce. Melancolía y añoranza por los fragmentos de la existencia que quedaron atrás y no volverán, pero también gozo por lo experimentado y aprendido de unas circunstancias que ayudaron a crecer y madurar.   
Eran otros años y otras geografías. También era diferente la tarea que tenía asignada. Dándole vueltas a los recuerdos me he topado mentalmente con un personaje que no me cayó ni me cae simpático, pero que me ha inspirado los párrafos que siguen. Al grano, sin más prolegómenos, y con el talante que indica la sentencia: mirando hacia atrás sin ira.
Jamás les asalta la duda
Existe un ejemplar de hombre o de mujer -a decir verdad, más de hombre que de mujer-  particularmente abundante en jerarquías de diversa índole, que ha llegado a la fantástica conclusión de que lo sabe y lo ha entendido todo. No hay problema para el que no tenga respuesta. La solución a cualquier eventual pregunta la mantiene alojada en la punta de la lengua. Dispone de las respuestas como de las píldoras de un frasco. 
Suele tratarse de individuos biológicamente reacios a cualquier palabra crítica que les roce el vestido. La toman como una ofensa personal, injusta, malvada. En consecuencia, no debe quedar sin castigo. Es muy posible que gocen de notable talento, que se desenvuelvan bien y aten cabos con un alto grado de sentido común.
Pero el tiempo ha jugado en contra de ellos. A medida que transcurrió se les subieron a la cabeza las alabanzas, se embriagaron de aplausos y reverencias. Y acabaron íntimamente convencidos de que su única misión consiste en enseñar y manifestar sus pensamientos para que otros los ponderen, elogien y practiquen. 
Se suben al estrado y abren los labios con la seguridad de que la cátedra les pertenece. Nada tienen que aprender, jamás les asalta la duda acerca de si andarán equivocados. Dan por sentado que han atrapado la verdad en sus redes y que, por tanto, forma parte de su monopolio personal. Hacen de la tal verdad una especie de coraza con el fin de protegerse de las adversidades y contrariedades de cada día.
Han elaborado, con más fantasía que realismo, unos postulados que consideran inmutables e intocables. En cuanto la ocasión se propicia los revisten con ropaje constitucional, doctrinal o jurídico. Y ya nada tienen que añadir, les basta con repetir una y otra vez la argumentación. Un peligro que acecha, más si cabe, a personas declaradamente religiosas
Viven de rentas, desechan cualquier interrogante que revolotee alrededor de su cerebro. Mucha gente les escucha opinar con tal aplomo que dan por supuesta su enorme sabiduría. Bien es verdad que suele tratarse de un tipo de gente escasa de ideas y sobrada de encomios. La purpurina del decorado y el empaque del gesto les deslumbra.
En el interior de su búnker
El común de los mortales se siente asaeteado por multitud de interrogantes y dilemas. Ellos no. Desde lo alto de su cátedra, de su ambón, de su tribuna o su estrado, al resguardo de cualquier ráfaga de duda, dictaminan a diestra y siniestra.
No aceptan confrontaciones abiertas. Consideran que el papel que les ha tocado en suerte consiste en elaborar respuestas y señalar soluciones. Y las guardan bien clasificadas. No tienen por qué discutir con cualquier inculto o advenedizo que tenga la desvergüenza de contradecirles.
Sus verdades ejercen la función de paraguas. Les impiden mojarse con las dudas inquietantes que llueven sobre los demás mortales. Digo mal, sus seguridades no son tanto comparables al paraguas cuando a las gruesas paredes de un búnker. Paredes de acero que impiden el paso del interrogante, la duda, el titubeo, del sufrimiento que afecta a quien busca afanosamente la verdad. Los muros construidos alrededor de su habitáculo velan para que no sea alterado su sueño e impiden que penetre por sus poros la más leve dubitación.
Andan demasiado seguros por la vida. Tanto más dolorosa les resultará la caída. Nadie posee la verdad entera y sin resquicios. Además, por la verdad se puede sufrir, pero no hacer sufrir.
Se dice por ahí que los líderes no pueden permitirse la debilidad de dudar, aunque en su interior desfallezcan y se sepan ignorantes. Peligrosa convicción que puede llevar al precipicio a quienes les están sometidos. La inmoralidad de conducir a un pueblo, un grupo o una institución hacia el caos, la consideran menos grave que el reconocimiento del error por parte del líder.  
Vale más que muera un hombre que no un pueblo. Así dictaminó el pontífice que juzgaba a Jesús en su pasión. Palabras injustas en aquella ocasión, pero que contenían una enorme verdad. En muchas otras circunstancias seguramente resulta más adecuada la sentencia: mejor que muera un hombre por el pueblo que no toda una multitud.
Porque nadie está llamado, por mucho carisma que se le suponga, a la tarea de esparcir verdades monolíticas a su alrededor. Una tal actitud equivale a vestir una falsa careta, a nutrirse de mentiras. Pero los engaños suelen tener vida breve. Lo dice plásticamente un refrán catalán: las mentiras tienen las piernas cortas.

viernes, 18 de febrero de 2011

El espectáculo de la vanidad

Resulta un espectáculo entretenido el de explorar la vanidad de los seres humanos. Por de pronto es constatable a cada paso aquello de que cada uno presume de lo que puede. Y así uno ostenta su talento, el otro se pavonea de su cabellera y el de más allá pone a la vista los bíceps bien torneados. Se encuentra sin dificultad a quien hace gala de habilidad para sustraer dinero al fisco y -con más aprietos- quien reconoce con sano orgullo que paga todas sus deudas.
Todo el mundo encuentra algún motivo para alimentar su vanidad. El adolescente ante los ojos de sus compinches se jacta de hacer brincar su moto. El señor con bigote alardea de que, aunque en plano muy general, salió en una película ejerciendo de extra. El oscuro funcionario blande su colección de cajas de cerillas asegurando que nadie puede hacerle la competencia.  
Cuando a uno no se le ocurre ningún motivo personal para ejercer de presuntuoso, siempre podrá recurrir a alguna gloria colectiva. Sus antepasados fueron marqueses, o nació en el mismo pueblo que un famoso futbolista, o pertenece a una Orden religiosa de estricta observancia, o es pariente lejano de alguien que estuvo a punto de ganar un premio literario.   
La vanidad es una enfermedad para la cual no se ha encontrado vacuna todavía. Es vanidoso el futbolista que al meter un gol se golpea el pecho cual renacido Tarzán, indicando con tales aspavientos que nadie puede comparársele. Peca de vanidad el predicador que fustiga tal vicio, pues que también ensaya el gesto y engola la voz en el momento culminante del discurso. No es inmune a la vanidad el humorista que se dispone a dibujar una viñeta. Su mente ya adelanta los parabienes que recibirá por tan feliz ocurrencia. Y quien esto escribe no quiere eximirse de pagar el tributo que corresponda.
De todos modos hay grados que marcan diferencias entre los diversos tipos de presunción. No es lo mismo vanagloriarse de dar un millón de Euros a una Fundación benéfica que engreírse sobre la pasarela exhibiendo unas formidables delanteras. No es lo mismo, presumir de saber tocar las maracas que de poseer el saber de un gran director de orquesta. Si, como se ha dicho, los vicios y las virtudes son simétricos, entonces ufanarse de saber silbar con clase adquiere idéntica importancia -en el plano de la moral- a la de humillarse por carecer de tal habilidad.
Individuos enrevesados y retorcidos
En el asunto de la vanidad y su antónima la humildad se ocasionan embrollos mayúsculos. Hay quien confiesa ser el mayor pecador del mundo. La película sobre Sor Juana Inés, por ejemplo, se titula: Yo, la peor de todas. ¡Qué arrogancia! Tal vez suceda que quien se confiesa el mayor  pecador del mundo apunta a los réditos que le producirá tal declaración: así aumentará su fama de individuo humilde. A veces el desmadre se refleja en frases espontáneas como la de aquel que dijo: ¡a mí a humilde no me gana nadie!
El Sr. Obispo ruega por su persona en un momento dado de la Eucaristía confesándose indigno siervo. Debe tratarse de un cálculo inexacto, pues que este mismo Sr. Obispo monta en cólera descomunal cuando un párroco de su Diócesis le arroja a la cara su indignidad. ¿Y qué me dicen de quien se muestra humilde para que un día, aunque difunto, pueda recibir los elogios de los fieles cristianos gracias a sus virtudes heroicas?
Los hay, retorcidos ellos, que son vanidosos por defecto. No están donde debieran para que así surja la conversación mentando su ausencia. El día de su cumpleaños desaparecen y cuando hay una convocatoria importante en la que nadie puede faltar, ellos no se dan por enterados. Usan su ausencia como recurso para hacerse presentes. Ya que no levantarían ningún comentario de cuerpo presente, lo provocan de cuerpo ausente. Una estrategia retorcida que les permite presumir de humildad al mismo tiempo que mendigan reconocimiento. 
Puestos a embrollar las cosas, respondan a este interrogante: ¿Es más humilde quien vive en el anonimato, pasando desapercibido y en la penumbra o quien se finge orgulloso a fin de que le critiquen y así vivir realmente la humildad? ¡Buen rompecabezas! 
La vanidad constituye una mina de materia prima inacabable para elaborar refranes mil y abundar en frases irónicas. A alguien se le ha ocurrido que resultaría un negocio fabuloso si fuera factible hacer con las personas lo que hacen ciertos comerciantes avispados con algunos artículos de consumo. ¿Qué les parece si pudiera comprarse a un individuo por lo que vale de verdad y venderlo luego por lo que él imagina que vale?
Me parece muy sagaz la ocurrencia de Gustave Droz: el vanidoso es como un gallo imaginando que el sol sale para oírlo cantar. Y para quienes no cumplen lo que ya Jesucristo predicó acerca de que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha, formula J. Chardonne: el pobre a quien damos limosna debería muchas veces darle las gracias a los que nos están mirando.

martes, 8 de febrero de 2011

Ministerios para el pueblo fiel

En mis años de profesor de teología -y fueron más de 30- leí a muchos autores. Tres nombres  sobresalen por encima de los demás: González Faus, José M. Castillo y Hans Küng. Otros muchos, sin embargo, me aportaron ideas y me aguijonearon en el camino: Josep Vives, K. Rahner,  L. Boff…
Gracias a la era digital me he topado, sin esperarlo, con el blog de González Faus y Castillo. Resulta tonificante constatar cómo trasladan en unos pocos párrafos la quintaesencia de sus gruesos libros. Prescinden, claro está, del aparato bibliográfico y de elementos secundarios para hacer frente a lo que resulta nuclear. Ahorran largos rodeos por los fiordos de la teología a los que tan aficionados son algunos autores. Evitan conceptos complejos y vocablos excesivamente técnicos. Cumplen a la perfección la máxima de Ortega y Gasset : la claridad es la cortesía del filósofo.
El tema de los ministerios
Uno de los temas recurrentes de José M. Castillo es el de los ministerios. En una época en que las vocaciones para los mismos escasean de modo alarmante, algunas de sus ideas cobran una notoria actualidad. La vocación presbiteral goza de exiguos pretendientes, aun cuando los miembros de este colectivo son de los pocos a los que no concierne el problema del paro.
En Estados Unidos y en Europa las vocaciones siguen menguando. Iglesias convertidas en museos, horarios de misas que se encogen, sacerdotes que atienden a varias parroquias… Por si fuera poco, los presbíteros han alcanzado una edad media preocupante. Lo cual conlleva impedimentos varios a la hora de movilizarse, como también a la hora de comunicarse con los más jóvenes. Y es que las ideas no raramente corren a la par con la edad biológica o, en todo caso, se expresan con palabras y acentos diversos según los años acumulados. Es sabido, además, que la persona con muchos lustros a cuestas tiende a hacerse invisible para el joven.  
Las ideas del viejo teólogo que es José M. Castillo gozan de un armazón consistente. Los argumentos bíblicos, teológicos, especulativos e históricos se dan cita para sostener su construcción.
A propósito de los ministerios apela al Vaticano II: todos los fieles cristianos tienen el derecho de recibir de los sagrados pastores, de entre los bienes espirituales de la Iglesia, ante todo, los auxilios de la palabra de Dios y de los sacramentos. (LG 37, 1). Pues se da el caso de que este derecho se quebranta una y otra vez. A lo largo de la geografía de América Latina y de África numerosos núcleos de población no pueden celebrar la Eucaristía. Echan de menos un sacerdote para ungir a los enfermos, para explicar el Evangelio, para organizar la ayuda a los necesitados.
Se pregunta entonces Castillo si la jerarquía eclesiástica no debería atender a este derecho, mucho antes que imponer condiciones no esenciales para ejercer el ministerio sacerdotal. El derecho es inherente a la condición misma de cristiano. Frustrarlo implica una enorme responsabilidad. En cambio son mudables y secundarias las condiciones para acceder al sacerdocio en comparación con el derecho aludido. ¿Se trata de un abuso de poder o de una persistente miopía?
No, no es que aligerando los años de estudio y dispensando el celibato los jóvenes acudan en tropel a recibir la unción del sacerdocio. Pero seguramente a alguno de ellos se le facilitaría el camino.   
De antemano escucho una respuesta que hace las veces de objeción: cuando los jóvenes no responden a la llamada, nada puede hacer el Papa ni los obispos. Tal respuesta no pasa de ser una escapatoria que rehúye enfrentar el asunto porque la jerarquía eclesial tiene la capacidad de modificar las circunstancias y condiciones de acceso al sacerdocio.
Los peligros de “la llamada de Dios”
También urge pasar de la idea de llamada de Dios a la de llamada de la comunidad. Durante más de mil años la Iglesia desconfió en principio de quienes alegaban tener una llamada de Dios para el ministerio. Prefería elegir para el mismo a quienes se resistían a ser ordenados. Los fieles cristianos de la comunidad eran quienes discernían y elegían a las personas adecuadas para ejercer el ministerio y presidir la comunidad. Sobre este punto existe una prolija documentación.
Posteriormente, sin embargo, se olvidó la llamada de la comunidad y se puso todo el acento en la llamada de Dios. Una llamada que puede ser ilusoria o interesada dado que el ser humano se desliza por recovecos y complejidades y su inconsciente muy laborioso.
El hecho es que la idea acerca del sacerdocio cambió en el segundo milenio. Mientras que en el primero constituía una responsabilidad y una pesada carga ser presbítero u obispo, en el segundo se infiltró la sutil tentación de buscar un beneficio a través de la ordenación. Tanto más cuanto más favorable a la clerecía resultaba el ambiente social. Todavía en el presente es innegable que en ocasiones algún candidato recurre a la ordenación con la aviesa intención de hacer carrera.  
La comunidad -los vecinos, la parroquia- conocen mejor que nadie las necesidades que tienen y reconocen a quien de entre ellos reúne las condiciones exigidas para servirla. El modelo de organización de la Iglesia ha variado. Y según numerosos teólogos, no precisamente para bien, ni atendiendo a los mejores argumentos de la Tradición. 
Por otra parte, parece lógico pensar que quien ha sido elegido de entre la comunidad se mostrará cercano a sus miembros y no cobijará ideas extravagantes sobre el ministerio. Las posibilidades de que ejerza su tarea en un clima afable y altruista serán numéricamente mayores que las de que se convierta en un individuo excéntrico, con raras obsesiones o afectado por alguna psicopatía. 
¿Por qué pues rechazar un modo de actuar arraigado ya en la Iglesia del primer milenio y que ofrece tan numerosas ventajas? Pues los elegidos de este modo no deberían necesariamente pasar años y más años en un Centro de Estudios eclesiásticos ni ser obligados al celibato. Tal vez haya que buscar la causa de la negativa en que no se otorga confianza al candidato que no ha pasado largos años en el Seminario. O haya que buscarla en el recelo que levanta un hombre casado y con menos dependencias económicas de la Institución. Por no hablar ya de los temores respecto de la mujer.
¿Por qué albergar tantos miedos? En todo caso debiera preocupar más el derecho quebrantado de los cristianos sin Eucaristía. Y el desprestigio de la Iglesia que progresivamente va saboreando más y más una penosa y dolorosa soledad.
Postscriptum:
a) hace pocos días ha saltado a la prensa una carta que yacía en un oscuro archivo. Testifica que en el año 1970 varios teólogos alemanes de peso, entre ellos J. Ratzinger, actual Papa, propugnaron un cambio en la norma del celibato. El profesor Ratzinger contaba 42 años. Tendrá sus explicaciones, pero no deja de sorprender cómo los cargos redondean y domestican las aristas de las ideas.  
b) ayer mismo otra noticia relacionada con el tema: 144 teólogos de habla alemana firmaron un manifiesto en el que se muestran partidarios de importantes reformas en la Iglesia. Entre las cuales la supresión del celibato, la ordenación de la mujer y la elección de obispos y párrocos por el pueblo fiel. Se trata de una noticia de envergadura. ¿Serán escuchados?