El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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lunes, 22 de noviembre de 2010

El extraño atractivo de la queja

Es un hobby extendido el de la queja. Un deporte profusamente practicado. Se diría que muchos mortales son incapaces de desgranar el día a día sin acudir a la queja. Hasta los usos del lenguaje ratifican estas afirmaciones.
Le preguntan a uno cómo le va en tal asunto. Y dado que le va bien, pero es adicto a la queja y a la lamentación, contesta: “la verdad, no puedo quejarme...” Es decir, a él lo que le agradaría es poder quejarse, pero las circunstancias no dan para ello. Es una verdadera lástima que no pueda quejarse con lo que disfrutaría haciéndolo.
La tarea que lleva entre manos le va bien, quienes se mueven alrededor lo saben y, en consecuencia, no puede quejarse. Y ya que no puede quejarse, al menos no renuncia al derecho de quejarse de que no puede quejarse. Una laberinto gramatical y conceptual, pero que no está reñido con el embrollo mental del sujeto.
El extraño afán de lamentarse
¿A qué se deberá el afán de la lamentación? ¿Por qué a uno le satisface poderse quejar? Posiblemente porque de este modo descarga la culpa de sus propias tribulaciones en otras personas. Lo de menos es de lo que uno se queja y a quién. Lo de más, que se puede quejar. Es un alivio la queja. Hasta permite sentirse más importante.
Profundicen en el asunto y se convencerán que es así. Los señores encumbrados y de prestigio se diría que acarrean un cesto de quejas sobre los hombros. A juzgar por lo que venimos diciendo, tal parece que vale la pena aguantar un rosario de desgracias si a la postre el lamento y la queja pueden fluir gozosamente de los labios.
Llaman poderosamente la atención algunos diálogos en que los participantes pugnan por sobresalir a causa de alguna desgracia. En ocasiones hasta resultan de una comicidad pasmosa. Los implicados aumentan y exageran las dolencias como si el que más acumulara fuera a ganar una copa o un honroso diploma.
Los tales hablan de sus males y maleficios, de las enfermedades que ni los médicos son capaces de atajar. Contabilizan las operaciones quirúrgicas, enseñan las cicatrices cual si de trofeos se tratara. La última palabra, la que cierra la boca a los contrarios la dice en tono victorioso quien proclama estar definitivamente desahuciado por los doctores.
Posiblemente el lector ha sacado de antemano la conclusión de los párrafos precedentes. Como puede deducir, conviene dejar de abonar un terreno ya suficientemente abonado con toda clase de llantos, quejidos, suspiros, gimoteos y jeremiadas.

De lo contrario acabaremos creando entre todos un ambiente lloroso y tristón. Cultivaremos un entorno contrario al gozo y al asombro que, sin embargo, constituyen virtudes propicias para mantener la marcha del día. Sin un pedazo de alegría y satisfacción para mantener el alma en pie, sucumbiremos ante la más leve contrariedad.

Nada de cultivar el arte de la queja ni el lamento. Lejos de nosotros los lloros, los suspiros y vagidos. Cuando a usted le interpelen con un ¿cómo le va? no inicie una retahíla de males ni quejas. Preocúpese más bien de animar al interlocutor con gesto animoso y palabra optimista. Que es mejor contagiar la sonrisa que la mueca. 

viernes, 12 de noviembre de 2010

El viaje del Papa desde el retrovisor





Con ocasión de la visita del Papa a Santiago y Barcelona se han movilizado numerosas  campañas y actuaciones. Quienes las propulsaban deseaban manifestar su opinión y tomar postura ante la figura de Benedicto XVI. Como es de suponer el abanico de opiniones y tendencias resultó variado, pintoresco y ameno. Y todavía queda lugar para otras iniciativas: las hubo sorprendentes, extravagantes, rastreras.
Iniciativas en pro y en contra
En el interior mismo de la Iglesia se han dado posturas muy críticas. Por ejemplo, la de la Asociación de Teólogos y Teólogas Juan XXIII. Afirman los tales que Benedicto XVI ejerce de manera antidemocrática su función como autoridad religiosa y que su papel en cuanto Jefe de Estado es un contrasentido en abierta oposición al Evangelio. Luego lamentan que el Papa no viaje como peregrino, sino como un personaje que desea ser aclamado. Como también que la organización más ha apuntado a gestionar un fenómeno de masas más que otra cosa.    
El personal al margen de la Iglesia, o decididamente en contra de ella, no ha desaprovechado la ocasión para hacerse escuchar. Han clamado contra un viaje que no respeta la sana laicidad y mezcla productos heterogéneos como son la Iglesia y el Estado. Algunos sectores han trinado contra los costes del viaje, temática que halaga a muchos oídos, aunque también suele pisar la raya de la demagogia.
No hablemos ya de quienes se dedican al insulto soez y visceral contra el Papa y cuanto representa. Los tales se manifiestan generalmente en publicaciones un tanto marginales y muy en particular en el espacio que los artículos de internet ofrecen para que los lectores manifiesten su opinión. Se leen párrafos de muy mal gusto. Algunos carecen de otro argumento que no sea el de mentar los genitales. Dicho sea de paso, por lo general las expresiones bracean sobre un mar de faltas de ortografía.  Y todavía cabría aludir a otras iniciativas más rastreras.
Decía Pio XII que la libertad de prensa en la Iglesia es esencial y justo es favorecerla. Pues con toda modestia voy a ejercerla. Pero como la intención es constructiva al cien por cien, vamos a comenzar con aludir a elementos positivos.
Los viajes papales y sus costos
Con Pablo VI los Pontífices, a mitad de los años sesenta, comenzaron a viajar por el mundo. Luego vino Juan Pablo II con un vigoroso carisma popular y sus viajes alrededor del planeta se multiplicaron. Lo llamaron el Papa viajero o el Papa peregrino. Se movía con garbo entre las multitudes y no le hacía asco a las cámaras. En este punto la Iglesia ha sabido adaptarse. Y no ha desentonado a la hora de recurrir a las nuevas tecnologías, si bien sigue recelando de la prensa y propende más a adoctrinar que a informar.
En cuanto a los gastos del viaje, un Estado sabe bien que la llegada de un personaje notorio como el Pontífice romano implica gastos de seguridad y de acogida. Los representantes políticos del país tienen que movilizarse y favorecer el buen éxito del viaje. Por lo demás, la visita permite asomarse al templo a 150 millones de televidentes y muchos más escucharán el nombre de Barcelona. ¿Qué enorme cifra se necesitaría para conseguir una publicidad semejante?
Cierto que hay quien no comulga con la fe cristiana y rechaza toda religión. De acuerdo. También hay numerosos ciudadanos que no comulgan con el Dalai Lama, ni con Woody Allen, ni con la mujer de Obama, ni con los jeques árabes y, sin embargo, no les parece mal que se movilice la policía y los representantes políticos les rindan honores.
Abundemos en este punto. Tenga el lector por cierto que a una buen parte de la población no le interesa en absoluto ciertas películas de baja estofa que son subvencionadas con dinero público. Muchísimos ciudadanos preferirían que el dinero de todos no se volcara en sueldos a asesores fantasmas ni que fueran a parar al bolsillo de los autores de ciertos estudios de una más que dudosa utilidad. Pues resulta que a algunos grupos sólo les da por protestar airadamente por la visita del Papa. Tienen numerosas ocasiones de defender el dinero público, pero las echan a perder… hasta que un día Benedicto XVI les despierta anunciando su visita al país.  
Desearía otro estilo
Dicho esto, añado que desearía un estilo distinto para los viajes papales. Para comenzar me parecería mucho más apropiado que no tuvieran que rendirle homenajes de Jefe de Estado. Los tiempos no son los mismos, desde luego, pero no logro imaginarme, ni en sueños, que Jesús aceptara ejercer como tal. Se trata de un tópico mil veces escuchado, aunque hasta el presente nadie ha derrotado el argumento.   
Los viajes papales logran un impacto poco común. Concentran a muchísima gente, consiguen repercusión mundial a través de los medios de comunicación. En tiempos de laicismo y aprietos religiosos, es de agradecer. Ahora bien, no perdamos la perspectiva. El Papa existe para dirigir y animar la exhortación de Jesús: id por todo el mundo y extended la Buena Noticia…
¿Sirven a este fin los viajes de los Papas? Los protocolos y el boato no parece que favorezcan precisamente la evangelización. Dijo un sabio: el medio es el mensaje. El medio son las cámaras, el papamóvil, el cortejo, los saludos de los prohombres… Pero se da el caso de que el evangelio prohíbe llevar oro, plata, alforja, dos túnicas… Se requiere de una exégesis realmente complicada y sesgada para compaginarla con los movimientos pontificales.
La evangelización se hace cuesta arriba en el contexto que nos ocupa. Porque evangelizar implica decir cosas desagradables para los potentados de este mundo. Y si los potentados están a dos pasos, sonriendo, dando la mano y colaborando en los gastos del viaje, ya me dirán los delicados, primorosos y ponderados equilibrios que deben trenzarse.    
Es indudable que los viajes de los Papas tienen aspectos positivos. Ahora bien, Juan Pablo II concentraba multitudes al conjuro de su figura y las cámaras lo buscaban con avidez. Sin embargo, dejó a la Iglesia sumida en profunda crisis, se aceleró la salida de seminaristas, los valores cristianos fueron relativizándose, asomaron graves escándalos en el interior de la Iglesia, las parroquias cada vez eran visitadas por menos fieles...
¿En qué quedaron las aclamaciones, los aplausos, las multitudes y el alboroto de los medios de comunicación? Fuegos de artificio. Cuando terminó la representación se apagaron las luces y la gente regresó a lo suyo. Por lo demás, no es verdad que el Papa vaya a conocer mejor a los fieles católicos del país visitado teniendo en cuenta su modo de viajar y rodeado de tanta pompa. No lo creen ni aquellos que lo dicen.
En resumen: hay aspectos positivos en los viajes del Papa. Tienen un enorme eco en la comunidad mundial. Los gastos que ocasionan se ven compensados con creces por las ventajas que suponen a nivel de propaganda y de dineros que atrae el acontecimiento. Es un personaje que dignifica el lugar visitado. Pero por lo que se refiere a los beneficios de la fe, a la animación de la comunidad cristiana, a la evangelización de la sociedad… siento declararme más bien escéptico.

martes, 2 de noviembre de 2010

De la muerte y el morir

El otoño va deslizándose por el hemisferio norte y de pronto, apenas puesto el pie en el mes de noviembre, nos topamos con la fecha conmemorativa de todos los difuntos. Un día que trae recuerdos y nostalgias del mundo de los que se fueron. O mejor, de los que un día vivieron codo a codo con nosotros, de los que mantenemos la memoria, de quienes nos estuvieron estrechamente vinculados por razones de familia o amistad.
Razón de más para incursionar en una temática expresamente olvidada y mantenida en el anonimato. Casi diría rechazada, como si de un mal pensamiento se tratara. Me refiero a la muerte, o al morir, que es expresión con resabios más personales.
A una persona hay que juzgarla por lo que dice...y por lo que calla. Lo cual es igualmente válido de cara a los medios de comunicación social. De la muerte se calla mucho más de lo conveniente. Entendámonos, se habla de las muertes fruto de accidentes, de las coloreadas de sangre homicida o suicida. Pero, en tales casos, la noticia no está en la muerte, sino en el morbo que la acompaña.
Se alude también a la muerte en la fotografía del difunto, en las invitaciones o los panegíricos. En tal caso, ¿no será la muerte el pretexto para la vanidad familiar? Y aun del mismo difunto (aunque en tal circunstancia, obviamente, por delegación): se rememoran sus cargos y títulos. De modo que cuando la muerte se atreve a asomar el cráneo, enseguida hay quien se apresura y afana para desviar y banalizar su mensaje.  
Morir en casa del rico
Empecemos por aclarar que en casa del rico no se muere. Esto se hace en la clínica. En un lugar aséptico, blanqueado, con el ambiente debidamente perfumado. Cuidan del moribundo unas enfermeras impecablemente uniformadas, profesionales, entrenadas para disimular los sollozos y los estertores del momento. Nada de herir la sensibilidad del enfermo ni de quien lo visita.
Se diría que el paciente desaparece del ángulo visual de la familia. Claro que ésta visita al candidato a morir. Tampoco hay que herir la sensibilidad por el otro extremo. Podría generar sentimientos de culpabilidad, lo cual, al decir de los psicólogos, no reporta nada positivo.
Morir en casa del pobre
En cambio sí se muere en la casa del pobre, que es la casa de la inmensa mayoría en los países del Tercer Mundo. Generalmente se trata de un morir precoz, injusto y a destiempo. Fui testigo de ello durante mis años de actividad por República Dominicana. Expiran multitud de niños en los primeros meses o años de existencia. Quizás por carecer de unas monedas con las cuales adquirir una medicina común.
Expiran adultos en los años de plenitud que, sin embargo, son para ellos años de decrepitud. Las condiciones precarias del trabajo, las jornadas agotadoras, las preocupaciones del mañana y tantas otras desgracias, les han ido erosionando las energías y minando la salud.
Pocas familias de las clases humildes han dejado de experimentar la muerte en algunos de sus miembros, sean niños, adultos o ancianos. Y es que ellos mueren a los ojos de todos. La muerte no es disimulada. Se la ve venir y cebarse en las carnes. La cama del moribundo está allí, en el centro de la estancia, y uno se tropieza con ella al entrar y al salir. Se oyen los gemidos del enfermo, se percibe cómo avanza el cáncer que corroe sus huesos.
No raramente la receta del médico equivale a una sentencia de muerte. Las medicinas no están al alcance de tan menguados recursos. Por todo ello, la muerte es compañera permanente de viaje para los pobres. Y, claro, les asusta menos, puesto que la conocen de cerca. Mueren con mayor naturalidad y sin aspavientos. Quizás también por estos motivos se atreven a mirar de frente al dolor.
Sopesadas todas las circunstancias, ¿no es preferible este morir al de los ricos? Una vida sin final es una vida irreal. Luego resulta más ajustado a la verdad tocar con la mano el límite de la vida.

Morir en casa del cristiano
Si hay que aludir al morir en casa del cristiano, digo que no debe predicarse el terror ante la muerte. No es leal capitalizar los gusanos del sepulcro con la intención de cambiar el corazón del hombre. El evangelio no explota los sentimientos de horror, ni pretende provocar el miedo para conseguir la fe. Le basta una llamada al buen sentido y señala a quien es capaz de acoger en su seno al difunto, más allá de nuestras coordenadas de espacio y tiempo.
El creyente confía en que el silencio de la muerte no es definitivo. No tiene, pues, necesidad de silenciar su mensaje ni rememorar al siniestro personaje blandiendo la guadaña envuelto en negras vestimentas.
El hombre, la mujer de fe acumulan numerosos interrogantes a la hora de morir. Todo análisis intelectual se hace trizas al chocar contra el tsunami de la muerte. Sólo sabe una cosa: que el derrumbe de su físico vehicula la gran promesa de Jesús: nos espera un Dios de vivos y no de muertos.