El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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domingo, 19 de abril de 2009

Los teólogos levantan la voz

Hace unos días saltó a las páginas de la prensa un escrito de protesta de 300 teólogos. Entre los autores los hay unos más moderados que otros, los hay de enorme prestigio y con una obra voluminosa a sus espaldas, aunque también se encuentran firmas de personas desconocidas. Los hay laicos, religiosos, presbíteros diocesanos… 

En mi opinión el escrito significa que el malestar extendido en muchos ámbitos de la Iglesia está aflorando a la superficie. Quien frecuente un poco los ambientes teológicos, pastorales o simplemente eclesiales (que no necesariamente eclesiásticos) percibe enseguida que muchas opiniones y muchas actuaciones de la base no sintonizan con las de las altas jerarquías. Y, a la larga, estas situaciones trascienden a los oídos del gran público.

Buscar alternativas a la situación

Dado que las discrepancias son numerosas, ¿no podrían ponerse en pie iniciativas para el debate y los grandes foros a todos los niveles? En Facultades de Teología, en el sínodo de los obispos, en el presbiterio de las diócesis…  Creo que es la única manera de llegar a un consenso o, al menos, de escuchar las opiniones de quien piensa diversamente. Pues no. Se prefiere la vía del “ordeno y mando”. Y los disidentes son castigados. Prepárense para los sitios más difíciles e ingratos en la diócesis, tengan muy claro que se les cortará las alas en su futuro desarrollo.

No se me diga que este modo de actuar se corresponde con la estructura fundacional de la Iglesia. No es verdad. Son poquísimas cosas las que exigen una palabra última y definitiva y aun ello no impide que antes haya habido intensos y prolongados debates sobre la formulación. Así acontecía en la Iglesia antigua. Se dirá que la Iglesia no es una democracia. Cierto. Es mucho más que la fría contabilidad de los votos. Es una comunidad, una fraternidad. Y en ella el mayor está obligado a lavar los pies al más pequeño, porque es el mismo Jesús quien invita a cambiar de signo la autoridad entre los cristianos.   

La protesta está motivada por una lamentable pérdida de credibilidad de la Iglesia en los últimos años. Se formulan contenidos aparentando una gran seguridad cuando no hay argumentos tan contundentes para ello. Se recurre a intervenciones poco delicadas, se llama al orden a teólogos y escritores en cuanto opinan diversamente de las altas jerarquías. Luego ha habido toda una política de nombramientos episcopales mucho más preocupada por la sumisión que por la personalidad carismática del elegido.

A esto hay que añadir pugnas entre jerarcas por mantener la influencia en el nombramiento del sucesor o de personas afines. Es de dominio público en alguna diócesis y se habla de ello abiertamente por lo que respecta a los bandos de la Curia vaticana. Por si fuera poco el momento actual está lastrado por dolorosos casos de pederastia. Quienes están al frente insisten sobre unos temas -particularmente vinculados al inicio y al final de la vida- mientras dejan en la sombra otros más presentes en las páginas del evangelio.

Más aún: se asiste a un guiño hacia posturas que parecían obsoletas y superadas: el abrazo a los lefebvristas, la nostalgia por gestos litúrgicos preconciliares, la sintonía con movimientos muy conservadores. En cambio, a quienes desearían culminar de una vez las indicaciones del Vaticano II y hacer carne las utopías de Juan XXIII se les juzga con dureza.

No es de extrañar que el malestar se extienda como mancha de aceite, afloren las protestas y mengüe la ilusión. Unos católicos -generalmente los más inquietos- emigran hacia otras confesiones o basculan hacia el escepticismo. Los más se resignan a vivir en la rutina y la decepción. Han dejado de soñar en una Iglesia más dinámica y cercana al perfil de Jesús de Nazaret. 

Infidelidad al Vaticano II

La protesta de los 300 teólogos señala con el dedo la causa principal de la crisis actual: la infidelidad al Vaticano II y el miedo a las reformas, en particular a la de la Curia vaticana, que llega a sofocar la misma voluntad papal. Esta es también la tesis de fondo del teólogo Hans Küng cuyas memorias (la segunda parte) han aparecido no hace mucho en un grueso volumen.

Se impidió en las sesiones vaticanas tratar determinados temas espinosos que, sin embargo, requieren de un amplio consenso. Se publicaron importantes documentos con  conclusiones terminantes acerca de temáticas muy discutidas: el celibato del sacerdote, la mujer en el ministerio, la contracepción, la teología de la liberación…

¿Qué aconteció? En ocasiones se buscaron vías para sortear las afirmaciones que no conseguían la tradicional “recepción”. Pero muchos fueron deslizándose por el tobogán de la decepción. Numerosos sacerdotes dejaron el ministerio. En general la credibilidad del magisterio sufrió un tremendo golpe.

Un ejemplo a escala de esta situación se encuentra en la Iglesia holandesa. Una Iglesia entusiasta, dinámica, con una enorme participación de todos los sectores. Empezaron las censuras, los llamados al orden. Fueron elegidos pastores de ideas conservadoras muy marcadas para contrarrestar la situación. Se impuso un Concilio holandés en Roma (¡!) eligiendo a cardenales y obispos de la propia ideología de cara a los debates y conclusiones. Por descontado está decir quiénes ganaron con estas reglas de juego.

El resultado fue nefasto: los cristianos se decepcionaron, creció la frustración. De aquella Iglesia hoy día quedan unos lastimosos residuos. Iglesias vacías, pastores domesticados o resignados. Ni la alegría ni el futuro tienen protagonismo en las comunidades cristianas.  

Habría que aprender de estas situaciones históricas. Los pastores no deben buscarse entre los peones fieles, con el oído en dirección a Roma, sino entre cristianos inteligentes, entregados y con carisma para reunir y entusiasmar a los fieles. Convendría saber que es contraproducente una doble vara de medir según se trate de conservadores o progresistas. Entre paréntesis: se me dirá que es impropio este lenguaje. De acuerdo, pero sirve para entendernos.  

Los teólogos que protestan afirman su lealtad y dicen en voz alta que no piensan romper con la Iglesia aunque tengan que soportar las iras de algún jerarca. Su protesta le pone carne a un extendido sentimiento de malestar y decepción. Resultaría positivo escucharlo. Argumentar “ad hominem” tratando de encontrar carencias y ambigüedades en la vida de los firmantes no sería una buena táctica. A los argumentos hay que responder con argumentos. 



viernes, 10 de abril de 2009

"Otra cara debieran poner..."



Si el lector ya ha acumulado unos años en su cuenta intransferible, es posible que haya visto películas del género. La escena tiene, más o menos, estos trazos: una explanada en que los indios levantan enormes troncos representando a sus divinidades. Dan vueltas a los mismos cargados de plumas coloridas y danzando al son de una música repetitiva. La tribu ofrece cestos de frutas y animales a sus dioses. También pretenden ofrendarles el corazón de una mujer blanca que lograron hacer prisionera.  

Pero de pronto irrumpen los vaqueros cabalgando en el trotar de sus caballos, justo en el momento en que ya el puñal se levantaba para sacrificar a la mujer.  (Quizás en este momento la sala se llena de aplausos). Los protagonistas, y en particular el galán que los guía, desatan a la linda muchacha a punto de ser sacrificada. La salvan. Y, naturalmente, la película acaba con el matrimonio entre ambos.   

Esta imagen me ha sorprendido sin pretenderlo y creo que por asociación de ideas. Tengo la impresión de que no pocos creyentes tratan a Dios como si fuera uno de estos gruesos troncos, una especie de tótem al que hay que aplacar con frutos y sacrificios a fin de impedir que su cólera explote sobre los humanos.

Los cristianos de este perfil “cumplen” con los preceptos de Dios y de la Madre Iglesia. Hasta emprenden alguna que otra novena y no se pierden las tres avemarías antes de acostarse. Es posible que le prendan una vela a S. Antonio si algo se les extravía y que invoquen a Sta. Rita cuando algún deseo poco factible se incrusta en sus pensamientos. Ellos se sienten bastante satisfechos de sí mismos porque jamás han matado ni robado.

Pero suele darse el caso de que sus oraciones son, las más de las veces, tan frías como el acero en una noche de escarcha. Son tan mecánicas como el funcionar de la lavadora. No lo dicen, pero Dios es para ellos como el tótem para los indios primitivos: un ser duro, distante, hueco como la corteza de un tronco, lejano y mudo. ¿Un Padre misericordioso y atento con sus criaturas? Esto está bien para la retórica de las homilías, pero no para tomárselo en serio. Al final, Dios siempre acaba blandiendo su bastón.

Entonces, ¿en qué queda la Pascua?

En este contexto, ¿qué decir del domingo de Pascua? De por sí debiera ser un gran estallido de fiesta. La resurrección de Jesús es la más sorprendente e importante noticia ocurrida en la humanidad. Es motivo suficiente para atizar el gozo y la esperanza. Su resurrección es también la nuestra e incluye la promesa de que todo cuanto existe llegará a su realización plena. La vida no es una broma de mal gusto y menos una pesadilla con final desdichado.

Al comprobar tamaño gozo es de suponer que las personas del entorno preguntarán por el motivo de tanto contento. Lamentablemente, el caso es que no comprueban el mencionado gozo. Más bien en la mayoría de los templos parece reinar el aburrimiento entre los asistentes. Gentes resignadas que miran intermitentemente el reloj. Personas que salen finalmente de la Iglesia habiéndose quitado un peso de encima. Ya han cumplido.

Julien Green, escritor francés de inicios del siglo XX, perdió la fe en la juventud, pero la recuperó en la edad madura. Entonces adquirió la costumbre de situarse en la puerta de las iglesias para observar las caras de los asistentes: rostros serios, duros, en ocasiones somnolientos o tristes. A juzgar por la escena -conjeturaba él- tal parecía que en el interior del templo no les había ocurrido nada agradable.

El corrosivo Nietzsche no se cansaba de repetir que otra cara deberían poner los cristianos para convencerle de que estaban redimidos y creían en la resurrección. Tenía su buena parte de razón. Porque resucitar es vivir de verdad, en plenitud, quitar las losas de tantos sepulcros en los que vivimos soterrados. Resucitar es vivir la vida nueva que Dios nos da, lo cual tiene que ver con liquidar una buena dosis de egoísmo y alimentar una mayor alegría.  

Resucitar, dice el apóstol Pablo, es dejar atrás lo viejo. O sea, ir más allá del viernes santo, creer que la muerte no tiene la última palabra. Lo viejo queda simbolizado en la enorme piedra que sellaba el sepulcro de Jesús. Una piedra que a menudo también nos pesa porque se metamorfosea en desánimo, en exceso de realismo, de abatimiento, de cerrazón... Una piedra que simboliza un “no” a todo germen de transformación y mejoría.

Lo nuevo, en cambio, consiste en abrirse a la excelente noticia de Pascua: Jesús no está en el sepulcro. La piedra puede ser removida. La muerte, que nos corroe poco a poco, sin embargo, no tendrá la última palabra. Lo nuevo consiste en pensar que no nos espera el vacío ni el absurdo, sino la vida inmerecida que Dios quiere regalarnos.

El mensaje de la resurrección sigue pareciendo a muchos increíble. Demasiado bonito para ser cierto... Pero podrá ser creíble si el gozo inunda a sus seguidores, si se esfuerza en vivir los valores por los que Jesús dio la vida.

El lugar de Jesús está entre los vivos y no entre los muertos. Hay que salir de las tumbas que uno se fabrica a medida, donde entierra la confianza, la esperanza y el gozo. Eso significa la Pascua de resurrección. 

viernes, 3 de abril de 2009

Pastores malhumorados

El que “mira por encima”: eso es lo que significa obispo/epískopos. No en el sentido que uno podría suponer de mirar por encima del hombro de modo engreído, sino por cuanto al obispo le toca vigilar y cuidar de la grey. Lo del engreimiento, en todo caso, no tiene que ver con la etimología griega.

No me atrevería a escribirlo yo, pero ya que lo dijo un obispo (según atestigua el sacerdote y periodista Pedro M. Lamet) no rehuyamos el sano humor de sus palabras. Dijo el tal -en privado, eso sí-  que la mitra era la prolongación de un vacío. O que también podía entenderse como el apagavelas de la inteligencia. Y añadía: a veces son hombres capaces y estudiosos, pero en cuanto les dan un báculo, no sé qué les pasa que se les nubla la vista.

Preocupa que la Iglesia, encargada de predicar la buena noticia vaya adquiriendo una muy mala imagen. Además, resurge un neoanticlericalismo cerril que, en buena parte, lo suscitan las intervenciones destempladas y los modales bruscos de muchos pastores. La buena noticia no es compatible con actitudes desconsideradas y con censuras permanentes.

Abundan las emisoras de radio y televisión que hablan mal de la Iglesia, más que las que hablan favorablemente. Otro tanto dígase de los periódicos. Y mejor echar un tupido y púdico velo sobre los comentarios que aparecen en los blogs y periódicos del espacio cibernético.  

Sufrir por la defensa de unos valores humanos y espirituales vale la pena, sin duda, pero no por la incapacidad de presentar con gozo la buena noticia o por los malos ejemplos de quienes están al frente.

Es preocupante la desafección de un amplísimo sector de la gente joven, la distancia de intelectuales y artistas, la antipatía de muchas feministas y la hostilidad de buena parte del mundo obrero. Están dejando a la Iglesia por imposible. Y eso sabe mal a los que han tratado de acercarse a estos sectores a través de la cultura y del mutuo respeto.

Parecen desmoronarse muchísimos esfuerzos postconciliares. Es de fuerte actualidad lo que ya decía el iracundo Nietzsche: otra cara debieran poner para convencerme que han resucitado. No andan del todo huérfanos de razón quienes así razonan. Con un palo en una mano y un cráneo en la otra no se consigue dar la impresión de que uno vive gozosamente su fe.  Las vestimentas obsoletas y los rostros agrios no son un buen reclamo para atraer seguidores. Hay que aprender a sonreír y a vender mejor el producto de la Buena nueva. Porque chirría eso de repartir la buena noticia con cara de pocos amigos.

No se empeñen los pastores en conducir a la grey a golpe de báculo. Resultará mucho más atinado recurrir a los amables silbidos del Buen Pastor, que decía: "Venid a mí los que estáis agobiados, que yo os aliviaré".