El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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jueves, 26 de marzo de 2009

Las memorias de un teólogo controvertido


Acabo de comprar el libro de Hans Küng, Verdad controvertida (Trotta, Madrid 2009). Se trata de un libro de más de 750 páginas y muy bien encuadernado. El autor cuenta sus memorias a partir del Vaticano II. Ya antes había publicado la primera parte de las mismas. Y precisamente porque me agradaron he comprado el libro recién publicado.

Hans Küng ha marcado la teología contemporánea. Es un gran pensador que ha escrito en profundidad sobre numerosos temas: ha inspeccionado con el bisturí las carnes de las tres religiones monoteístas, ha esbozado un proyecto de ética mundial, ha rastreado los argumentos y actitudes de grandes hombres y pensadores de la historia (Pablo, Agustín, Pascal, Lutero…), ha mirado al trasluz los argumentos y los autores que han debatido la existencia de Dios, ha recogido cuanto se ha dicho acerca de la Cristología…

Una obra gigantesca con la que sintonizo en líneas generales. También a mí me ha marcado. Personalmente leí con fruición dos libros: “¿Existe Dios?” y “Ser cristiano”. El autor tiene el don de sumergir al lector en la problemática que analiza y de desvelar el contexto en que transcurre. Sabe cuándo recurrir a la historia y cuándo a la filosofía, cuando citar y cuando argumentar pro sí mismo. Los dos libros citados los devoré con deleite y me sirvieron mucho para preparar las clases de teología durante varios lustros.

Al fin era posible dialogar con los grandes pensadores de la historia. Al fin alguien los hacía inteligibles. Küng confesaba que ningún cocinero logra ablandar la carne dura, pero él hacía un esfuerzo para hacer comestible el menú que ofrecía al lector. Y muchas veces con éxito. El se distanciaba claramente de un cierto tono tenebroso y obscurantista que desde hacía siglos envolvía a la teología y la espiritualidad.

Los aciertos de Hans Küng

Es innegable su acierto en dividir la historia en paradigmas, así como de desembarazar la cristología de cuestiones intrascendentes y en ocasiones hasta ridículas. Su esfuerzo en orden a plasmar un proyecto ético válido para toda la humanidad sólo merece elogios.

El Concilio Vaticano II llegó a dialogar con la modernidad (la revolución industrial y la revolución intelectual, los filósofos de la sospecha…). Fue una gran adquisición. En la Iglesia hay muchísima gente que no ha logrado escalar esta discreta cima. Un buen número de jerarcas viven en un escalón inferior. Quizás ni saben de qué se trata, absortos como andan en sus vestimentas y en la defensa de su autoridad.

Pues bien, H. Küng ha mostrado que el gran problema para la Iglesia no es ya la modernidad, sino la postmodernidad. Al poco de finalizar el Concilio Vaticano II, la postmodernidad encontraba luz verde. Se le asignó como fecha de nacimiento -por más que estos asuntos no la tienen nunca precisa- la revolución de mayo del 68 en París.

Y se da el caso, afirma Küng, que la Iglesia no logra entenderse con los postmodernos. Habla un lenguaje tan distinto… Sólo sabe condenar el relativismo y sancionar, desaprobar, censurar la moral que no encaja con los cánones de los viejos moralistas. No es cuestión de compartir o no las ideas -que muchas no se pueden compartir- sino conseguir hablar de tú a tú, de no sacar la espada del juicio antes que la pluma del diálogo, de no dictaminar sobre temas altamente especializados con el ademán seguro de quien todo lo sabe de antemano.

Hans Küng hace gala de una escritura lineal, inteligible y agradable. Detrás de sus páginas late la inmensa cultura de un hombre inteligente que ha estudiado y pensado desde que alcanzó el uso de razón. Un hombre inquieto, intelectualmente curioso y trabajador incansable que ha cumplido 80 años.

Empieza sus memorias diciendo que deseaba vivir la sucesión papal de Juan Pablo II. Se ha cumplido la esperanza, pero en un sentido muy ajeno al que esperaba. Suspiraba por un Papa en la línea de Juan XXIII mientras que la realidad le ha deparado otro escenario.

Su vida corrió en paralelo, durante muchos años, a la del actual Papa. Sus grandes compañeros de fatigas -confiesa- o han fallecido o están del todo inactivos. Sólo queda él y el Papa. Admite que esta circunstancia añade un plus de responsabilidad a sus memorias. En cierto modo Benedicto XVI y Hans Küng son dos paradigmas de la teología y de la Iglesia hoy día. “Desde hace tiempo me ronda la idea de que nuestras respectivas reacciones -tan diferentes entre sí- son, hasta cierto punto, ejemplares en lo que atañe al curso seguido por la Iglesia y la teología.

Está claro que no estoy de antemano de acuerdo con todo lo que ha escrito Hans Küng. Pienso que en ocasiones se ha radicalizado, quizás por la incomprensión y la cerrazón que ha encontrado entre las altas jerarquías. Pero no todo puede admitirse. Sobre todo hay ciertos puntos delicados en el origen del cristianismo y su relación con la Trinidad que no es posible asumir sin más.

La urgencia del cambio

Su vida personal parece que no es del todo ejemplar. De hacer caso a lo que se lee por ahí -que puede ser sesgado o malintencionado- le apetece vivir bien: no le disgustan los coches caros ni le hace ascos a las comodidades de la casa. Tampoco tiene reparos en viajar y alimentarse sin restricciones. Como fuere, no es cuestión de juzgar sobre su vida personal, sino sobre su teología. Aunque es posible que su estilo de vida le haya impedido atender debidamente la llamada “teología de la liberación”. Una lástima, si así fuera.

El autor que nos ocupa argumenta sus posturas y opciones. Lucha con entusiasmo por la unión de los cristianos y también por el entendimiento entre las religiones. Teme que la Iglesia vaya adquiriendo los rasgos de la secta cuando simpatiza con quienes muestran ideas fundamentalistas y cierra el paso a quienes desean una renovación a fondo. El último episodio, la rehabilitación de los obispos lefebvrianos.

Hans Küng insiste en que debe cambiarse la ley del celibato para los presbíteros, hay que dar pasos en el tema del ministerio relacionado con las mujeres y revisar las normas relativas a la contracepción. Lo exige la sociedad actual, que cada vez se aleja más de la Iglesia. Y estas cosas, sin perjuicio del evangelio, podría llevarlas a cabo el Papa, dado que reúne en su persona los tres poderes. Mientras los estados democráticos reparten en distintos ámbitos y personas, para un mayor equilibrio y participación, los diversos poderes, la Iglesia los reúne en la cúspide: el Papa es el último legislador, el definitivo juez y el indiscutible ejecutor.

Quien nos cuenta sus memorias afirma que el Papa tiene una posición ambigua sobre los textos del Vaticano II porque no se siente cómodo con la modernidad y mucho menos con la postmodernidad. También reprocha a Benedicto XVI que siempre haya vivido en medios eclesiásticos y permanecido encerrado en el Vaticano donde las críticas sólo llegan como un rumor sordo. Además, añade, ha viajado poco, no conoce el mundo real.

Es posible que algunas afirmaciones haya que tomarlas, como decían los antiguos, “cum mica salis”. Pero indudablemente el panorama empuja a la acción. La Iglesia es más amplia que la jerarquía. Hay numerosísimas organizaciones, comunidades y movimientos que desean y aspiran a una renovación. El tiempo va transcurriendo y, si no se aborda muy pronto, resultará demasiado tarde.

El hecho innegable es que muchos cristianos de base viven desengañados. Incluso un conocido cardenal, papable en su momento, ha escrito que ya no sueña con otra Iglesia. No podemos seguir como si nada sucediera. Y no basta con decir que todos somos Iglesia y tenemos las mismas responsabilidades. No. A quien toca adecuar el tiempo de la Iglesia al de la sociedad es a los pastores puestos por Dios, de acuerdo a S. Pablo, para apacentar el rebaño. En realidad, bastaría que no impidieran los movimientos que acontecen en las bases.

¿Podremos seguir soñando?

miércoles, 18 de marzo de 2009

La Iglesia en aguas polémicas



A mí personalmente me duele mucho que la institución encargada de anunciar la buena noticia (que eso significa evangelio) tenga una muy mala imagen en la sociedad. Abundan las emisoras de radio y televisión que hablan mal de la Iglesia, más que las que hablan favorablemente. Otro tanto dígase de los periódicos. Y mejor echar un tupido y púdico velo sobre los comentarios que aparecen en los blogs y periódicos del espacio cibernético.  

Es un honor constituirse en blanco de las críticas cuando ello lo motiva la defensa de los valores humanos y/o espirituales. Sin embargo, no se haga de la necesidad virtud, no se imite a la zorra de la fábula alegando que las uvas estaban verdes. En muchos casos la deteriorada imagen que ofrece la Iglesia corresponde a una realidad que nada tiene de respetable.

Ahí están las lamentables actuaciones de algunos clérigos en el escabroso terreno de la pederastia. Se ha encargado la prensa de que tales noticias den la vuelta al mundo una y otra vez y en ocasiones con comentarios sesgados o con tendencia a la generalización. Cierto, pero ha habido un núcleo de verdad.

Luego acontecen periódicamente declaraciones inoportunas de obispos dejando entrever añoranza de tiempos pasados, alineándose con opiniones y actitudes que suelen apuntar hacia la derecha. Y se leen documentos sobre opiniones -como el modelo territorial del país- en las que el evangelio ni entra ni sale. O se patrocinan emisoras de radio que alimentan insidias y dividen a los católicos.

¿Por qué, se pregunta uno, el perfil de obispo hoy en día no suele coincidir con el de un cristiano de mente abierta, con capacidad de liderazgo y autoridad moral, deseoso de dialogar con las bases y las cúspides? Cristianos así existen, pero no suele ofrecérseles la mitra. Resuenan todavía nombres que fueron grandes maestros y se echan de menos otros semejantes: Casaldáliga, Proaño, Helder Camara…

Creo que se da una cierta hostilidad hacia la Iglesia en los medios de comunicación de la sociedad. Lo deja entrever la forma de redactar las noticias, de reseñar una conferencia de prensa o difundir un comunicado. Determinados titulares no dejan la más mínima duda.  Si sirve como excusa, en ocasiones se debe a que existe un profundo desconocimiento de lo que significa la Iglesia, es decir, a ignorancia. De todos modos no raramente se da pie para tal postura.

Hay opiniones contrarias a la Iglesia que conviene relativizar y hasta acompañarlas con una sonrisa. Que si hay que vender las riquezas del Vaticano, que si la fe es un puro engaño para que los curas vivan bien… Pero hay una imagen negativa que sí debe tomarse muy en serio. El escaso entusiasmo que la jerarquía muestra por la promoción de la mujer en su propio seno, la seguridad con que habla de temas científicos, la facilidad con que se esgrimen ciertas excomuniones en casos trágicos…

Mucha gente asocia a la Iglesia con la negativa al progreso. Puede que no sea del todo verdad, pero no vamos a discutirlo ahora. Lo cierto es que el evangelio propone una buena noticia y hay innumerables campos en los que convendría concretarla. He aquí algunos: mantener un corazón limpio (ajeno a la corrupción), mostrarse misericordioso (y recriminar la injusticia), compartir los bienes (contra el capitalismo salvaje), perdonar al que actúa mal (antes que descargar la excomunión). Y así sucesivamente.

De lo contrario la buena noticia que es generosidad, amor mutuo y atención exquisita al prójimo, se convierte en una sarta de condenas y recurre a predicar el miedo mientras blande un cráneo. No es eso, no es eso.

En ocasiones hay que saber sufrir por la verdad y hasta resulta muy coherente llegar al martirio si las circunstancias lo requieren. Pero no se identifique una tal actitud con la necesidad de contraer el rostro y proferir condenas. Flaco favor se le hace así a la Iglesia.

Casos concretos

Habría que saber matizar y no caer en un extremismo contraproducente. Cierto que el aborto es un drama y un fracaso. De seguro que si se deja vía libre al embrión éste desemboca en una persona hecha y derecha. Pero de ahí a salir a la calle con pancartas alusivas al asesinato, hay un trecho. No se olvide que grandes lumbreras de la teología, como S. Agustín y Sto. Tomás, vacilaron al respecto y sostuvieron opiniones diferentes de las que mantiene la actual jerarquía. Grandes moralistas, como B. Haering, matizan acerca de la bondad o maldad del aborto en casos extremos. Por lo demás, la prohibición absoluta de atentar contra la vida humana no se ha mantenido con igual firmeza en otros ámbitos.

Y en cuanto a la polémica sobre el preservativo, está claro que urge humanizar la sexualidad y no echarse a rodar por el tobogán del hedonismo. Una sexualidad desgajada del amor a la larga sucumbe bajo una tristeza mortal. No tiene otra propuesta más que explorar todos los ángulos y experimentar todas las posturas. Nada más. Ahora bien, que el preservativo aumente el problema del sida, sin ulteriores matices, constituye una afirmación rotunda que no hace sino dar carnaza a los medios de comunicación. Ofrece en bandeja titulares hostiles.     

En conclusión: es aconsejable matizar, escalonar, medir y discernir so pena de dejarse arrastrar por las olas fundamentalistas. Conviene mantenerse firmes en los principios cuando realmente la causa está clara y vale la pena. Pero no cuando falta la claridad o la causa carece de envergadura suficiente. Porque una mala imagen de la Iglesia en nada ayuda a la evangelización.

Un cardenal escribió que había soñado con una Iglesia distinta tiempos atrás, pero que ya dejó de soñar. Yo sigo soñando, aunque no para un futuro próximo, que la Iglesia de Jesús de Nazaret mantendrá las puertas abiertas y hará del firmamento su cúpula. Sueño con una Iglesia misionera que camine con la gente, que comprenda, acompañe, que no juzgue y no condene. Que se dedique a predicar el meollo del evangelio: el amor al prójimo.

El Instituto al que pertenezco tiene un “credo” que comienza así: “creemos que Dios no nos envía a condenar a nadie. Creemos en el poder del amor que sirve hasta la muerte”. Me parece mucho más evangélico que perder el horizonte de vista e insistir, una y otra vez, en temas de bioética y sexualidad. Podrán ser importantes -y algunos lo son sin duda-, pero el horizonte es más amplio. 

Hasta el catecismo dice que los mandamientos se encierran en dos: amar a Dios y al prójimo. En su momento habrá que aludir a los embriones y los preservativos, pero el anuncio del evangelio no se reduce a estos temas. Las banderas que se enarbolan, sin embargo, suelen ser monocolores. Habrá que animarse añadirles otros colores: el de la justicia social, el de la misericordia, el del gozo...        

domingo, 8 de marzo de 2009

También mueren los compañeros de camino


Para el adolescente el pensamiento de la muerte es algo irreal o virtual si se prefiere. Mueren “los otros”. Nada tiene que ver con él. Se trata de un concepto teórico. Cuando más, un puntito que todavía no inquieta en el lejano horizonte. En la adolescencia mueren los abuelos. En esta edad ciertamente no merece crédito alguno la frase de Heidegger: “tan pronto uno nace ya es suficientemente viejo para morir”.

En la juventud es posible que el individuo sea testigo de la muerte de un viejo profesor cuyo aspecto dejaba presagiar, por lo demás, su pronto e irremediable final. Mueren también, claro está, las celebridades de tiempos atrás provocando mayor o menor eco en los medios de comunicación. Pero en tales casos son siempre “los otros” quienes mueren.

En la edad adulta caen por el camino algunos compañeros de andanzas. Personas con las que se ha estudiado, se ha jugado, se han tramado aventuras al unísono. Amigos que han tenido ilusiones comunes, se han sentado en el mismo banco de clase o han intimado en algún que otro diálogo. O simplemente personas con las cuales se ha coincidido en el mismo vagón de tren. 

Y de pronto son esos compañeros de viaje los que mueren. Es la situación que vivo hoy. Ha fallecido un compañero de estudios. Habíamos coincidido en el tramo de los estudios de filosofía allá por las montañas de Lluc (Mallorca). Luego nuestras vidas se separaron y por muchos años sólo supimos uno del otro gracias a algún amigo común, una noticia o un comentario suelto. Diversas tareas nos ocuparon, nos situamos en diversos puntos de vista. Hace tres años y medio  nos juntamos de nuevo en Madrid. El llevaba más de cuarenta años en el Colegio. Yo venía del Caribe para amoldarme al puesto de Vicario General de la Congregación.   

Los dos primeros años vi a Antonio Esparza con ilusión, entregado a sus clases y a la tarea de acompañar a los niños en el deporte. Eran las tareas que había realizado a lo largo de su vida y las que seguía llevando entre manos sin acusar cansancio. El último año y medio mayormente andaba cabizbajo e inapetente. Quizás los últimos meses le asaltó el pensamiento de una muerte cercana. Se encontraba débil, con frecuencia debía ser internado en la clínica. Cuando estaba en las dependencias del Colegio el médico le visitaba con asiduidad.    

A  veces me da por conjeturar que él, tan discreto, no quería ser moelstia para quienes le atendíamos. Tal vez anhelaba que se rompiera el hilo de vida que lo mantenía respirando fatigosamente. Una operación de colon, unos pulmones fatigados que necesitaban constantemente del oxígeno artificial para funcionar, una inapetencia crónica y otros males se le acumularon las últimas semanas…

Se nos fue el viernes, 6 de marzo, a primeras horas de la mañana. De modo inesperado, porque la muerte siempre nos coge de sorpresa, aunque sepamos muy bien que está al acecho. Éramos conscientes de que se iba apagando, disecando, evaporándose… pero no esperábamos que su adiós fuera tan repentino. Contaba 68 años.

Hoy día la gente, sobre todo la más pudiente, suele apelar a la ciencia mortuoria -porque existe una ciencia mortuoria- que recurre a modernas técnicas empeñadas en borrar, en la medida de lo posible, las huellas del dolor, de las lágrimas y las preguntas fuera de lugar. Trata de neutralizar cualquier posible sentimiento que incida excesivamente en el humor de los seres humanos, sean moribundos o sus próximos.

Al propio enfermo se le escamotea la realidad de su morir con la falsa ilusión de una mejoría próxima. O tal vez se le esconde con el recurso a medicamentos que le mantienen aletargado, apenas consciente. Se silencia el morir como si la alusión al mismo fuera una falta de educación, de mal gusto. En casa del rico no se muere.

Y, como las ciencias avanzan que es una barbaridad, una vez ocurrido el deceso, al muerto se le devolverá su color natural mediante el artificial uso del maquillaje. Se le pintará una sonrisa en los labios inertes a fin de que nadie experimente perturbación alguna ante su cadáver. Realmente, aquí no ha pasado nada, es el mensaje que se esfuerza en proclamar la mencionada ciencia mortuoria.

No ha sido esta muerte la de Antonio. En este caso todo ha resultado más normal y cotidiano. Si no se ha mencionado la muerte ha sido porque realmente no la creíamos tan cercana. Lo que bullía en el interior del extinto se nos escapa. Él no era un ingenuo, de seguro que algo sospechaba y experimentaba al respecto. Se comportó con naturalidad en el morir. Nada de aspavientos ni frases grandilocuentes.

Creo que actuó como quien sabe que es preciso luchar por la vida -el cristiano es amigo de la vida- pero que no conseguirá hacer retroceder indefinidamente a la muerte. El cristiano es ralista. Acepta que el ser humano tiene un fin, dado que por definición es perecedero. Y entonces la muerte es susceptible de ser transformada en ofrenda. Si toda la vida puede vivirse como una gradual ofrenda al Creador, el último flamear de la llama consuma la inmolación.

Pienso que no es honrado predicar el terror cuando se aproxima la muerte. No es leal capitalizar los gusanos del sepulcro con la intención de cambiar el corazón del hombre. El evangelio no explota los sentimientos de horror, ni pretende provocar el miedo para obtener la respuesta de fe. Se conforma con una apelación al buen sentido y señala con el índice a quien es capaz de acoger en su seno al difunto, más allá de nuestras coordenadas de espacio y tiempo.

El creyente confía en que el silencio de la muerte no es definitivo. De ahí que no la amordaza con la pretensión de que no atemorice el entorno. La considera como el cauce que nos conduce al más allá. Un más allá que se resiste al análisis intelectual, pero que responde a la gran promesa de Dios: un Dios de vivos y no de muertos.

Antonio fue enterrado el sábado tras la masiva asistencia de profesores de ayer y de hoy, de alumnos actuales y de años pretéritos. Allá estuvieron algunos miembros de su familia y también las Religiosas de las que fue capellán durante muchos años. Pasó casi de puntillas por la vida, pero tuvo mucha gente que lo quiso y que no desaprovechó la última despedida para hacerse presente. Cuando sacaron el ataúd de la Iglesia para ponerlo en el coche fúnebre una gran multitud estalló en aplausos espontáneos. El próximo lunes, día 9 tendrá lugar el funeral.

Antonio, descansa en paz. Requiescat in pace, cantabas en tus años mozos. 

domingo, 1 de marzo de 2009

La fe ha dejado de ser pacífica posesión

La vivencia de la fe, para quien mira a su alrededor, ha dejado de ser una conquista sosegada y pacífica. Lo fue durante muchos siglos en los que bastaba con seguir la corriente general. Ya no. Numerosas y complejas son las causas que explican el hecho. Me limito a enumerar algunas.

1. El ambiente laicista en su vertiente más dura, que por momentos se colorea de ateísmo militante, lleva a cabo una lenta, pero implacable erosión de la fe. De pronto las cosas ya no están tan claras. Y quien se dejó llevar por la corriente de una fe generalizada ahora no tiene inconveniente en engrosar las filas del agnosticismo.

2. Los medios de comunicación no raramente se ceban en los creyentes y dan por supuesto que la fe tiene las horas contadas. La humanidad ya es mayor de edad. Las tertulias y paneles no cejan en señalar con el dedo el más pequeño desliz de los connotados hombres de Iglesia. La campaña de los llamados autobuses ateos es un buen ejemplo de cómo la corriente que prescinde de Dios -o se siente incómoda con cuanto se relaciona con Él- no pierde oportunidad para presentar sus credenciales. Hay entrevistados que se apresuran a decir, antes de que se lo pregunten, que ellos no creen en Dios. Un tal clima, indudablemente obliga al creyente a subir una empinada cuesta.

3. Los más jóvenes no sintonizan con el lenguaje que usa la Iglesia, ni con sus gestos o símbolos. Cierto que la renovación no es un plato frecuente en su menú. Y no vale remitirse al dogma o a la Tradición en mayúscula. Antes de llegar a estos topes se podría hacer mucho más. Por si fuera poco hay datos que producen escalofríos en nuestra sociedad, como el veto de las mujeres en diversos frentes. Se entiende entonces que algunas encuestas arrojen el resultado de que la Iglesia es la Institución menos apreciada de la sociedad.

4. Habrá que reconocer que numerosos feligreses han optado por partidos de derecha y tienen escasa sensibilidad por los emigrantes, por un mejoramiento de la justicia social, por la ecología, por el mundo del trabajo. No sólo están por tales opciones -algo muy legítimo, después de todo- sino que pretenden vincular las mismas con la fe. Parecieran sostener que fuera de la derecha no hay salvación. Y, claro, dan pie para que otros ciudadanos de opciones diversas se refieran al contubernio político-religioso y pongan a curas y políticos de derechas en el mismo saco.    

5. Hay creyentes, escrupulosos practicantes, que no se mueven por las bienaventuranzas ni la buena noticia del evangelio, un Dios Padre benevolente, sino por temor. Viven con una permanente losa encima del alma. Harían, pero no se atreven. Dejarían de frecuentar la Iglesia, pero le temen a un eventual más allá. Obviamente una tal postura deforma y tergiversa el universo de la fe. No la hace en absoluto atractiva a quienes salpica este modo de entenderla. Se les antoja opresora, por más que les digan que es liberadora.    

6. Sabe mal decirlo, pero tampoco es honesto silenciarlo. Hoy día numerosos cristianos, particularmente los más inquietos o más en la base, no comulgan con ciertas posturas tomadas por la jerarquía. Ni con su lenguaje ni con su talante.  Creen que ya debe renunciar a todo protagonismo y no aferrarse a las pequeñas cotas del poder que mantiene con uñas y dientes. Piensan que no debería pronunciarse con tanta seguridad sobre temas discutidos y discutibles. Resultaría más ejemplar una actitud de búsqueda y diálogo y no tratar de imponer ideas o leyes que los ciudadanos rechazan. La misma imagen pública que ofrecen es lamentable: mayoría de miembros de edad avanzada, rostros adustos, ropas negras, facciones agrias, pronunciamientos tajantes, vestimentas obsoletas… Una tal imagen desagrada a muchísimos miembros de la sociedad.  

7. Algunos escándalos dados por agentes de la Iglesia añaden más leña al fuego. Hechos de pederastia que cierta prensa no se cansa de divulgar a lo largo y ancho del mundo, asuntos de dinero más bien turbios… Las tertulias de la radio y la Televisión toman pie de todo ello y acaban dando la impresión a los oyentes de que la Iglesia no es más que un gigantesco fraude. Si a todo ello se añade que la llamada emisora de los obispos tiene como emblema a locutores estrella que destilan rencor, siembran insidias y no se cansan de insultar a diestra y siniestra... ya dirán qué simpatías puede despertar la situación en los que de entrada no simpatizan con la Iglesia.    

8. Luego están ciertas formulaciones de tipo moral, particularmente en el terreno sexual, y dogmático (o que se pretende tal). No siempre y en cada caso las cosas resultan tan claras. Se trata de puntos que llevan al creyente a una espinosa situación. En especial si  reina a su alrededor una permisividad sin trabas, si el personal se jacta de las más aberrantes actuaciones. Y si llegan a sus oídos sonrisas maliciosas respecto de determinados artículos de fe.

Motivos para no desertar

1. Está claro que hay muchísima gente buena en la Iglesia. Son Centros católicos, sobre todo de religiosas, los que atienden a la mayor parte de enfermos del Sida en África. Y cuando los políticos o comerciantes huyen del país porque escuchan rumores de guerra, muchos misioneros y religiosas permanecen al pie del cañón. Es de una claridad meridiana que Caritas alivia a mucha gente que pasa por el túnel de la crisis.

2. Está claro que el atractivo de la personalidad de Jesús de Nazaret no está en declive.  Las bienaventuranzas, la utopía de una sociedad fraternal, de una igualdad sin excepciones, de un corazón limpio, de un rostro que no rehúye la brisa de la trascendencia, constituyen activos no devaluados. Siempre y cuando el individuo no prefiera echarse en brazos de la frivolidad y eludir cualquier reflexión.   

3. Está claro que la Iglesia es la patria, el hogar del creyente convencido. Por más escándalos que se den, no se marchará dando un portazo. Si el ciudadano no abandona el municipio porque el alcalde es un corrupto, el creyente no se da de baja porque entre sus filas se produzcan inmoralidades y habite más de un sinvergüenza. Por lo demás, cada uno carga con el ineludible peso de sus propias miserias. No dejaría de ser hipócrita escandalizarse con excesiva presteza.

4. Está claro, o al menos a mi me lo parece, que el horizonte de Dios ayuda a que la sociedad viva en un contexto de mayor moralidad. Las costumbres suelen ser más moderadas, las ambiciones menos explosivas. Porque el otro no se limita a jugar el papel de mero paciente, consumidor o cliente, sino que adquiere es status de hijo de Dios y de hermano. No desaparecen las humanas debilidades, pero la experiencia de Dios suaviza las aristas de la pasión y le disminuye la desmesura a la ambición.  

Sin embargo… quizás suceda lo que acontecía en el Titanic cuando estaba a punto de hundirse. Los músicos seguían con las partituras sobre los atriles mientras las aguas hundían el barco. Quienes están llamados a encontrar remedios y ser creativos discuten sobre la mayor o menor bondad de los lefebvristas, sobre si misa en latín o en lengua vernácula, sobre si tal gesto litúrgico es más o menos adecuado... Ante tal panorama el personal de a pie, con sensibilidad en las papilas gustativas de la fe, sufre la impotencia y comprueba cómo las vías de agua hacen su entrada en la poderosa embarcación.